I. Un fraile limeño
José Bernardo Alzedo recibió su nombre de pila (Bernardo, como le llamaban sus amigos y cercanos), por la fecha en que le tocó nacer: no un veinte (San Bernardo), sino que un diecinueve de agosto de 1788; exactos diez años después de Bernardo O’Higgins, otra figura clave del periodo. Su partida de bautismo señala con claridad sus orígenes:
“En la ciudad de los Reyes del Perú en treinta y uno de Enero de mil setecientos noventa años Yo D. Francisco Cosio Teniente de los Curas Rectores de esta Sta Iglesia Metropolitana ecsorsisé, puse oleo y crisma á Luz Jose Bernardo que nació el dies y nueve de Agosto de ochenta y ocho, a quien en caso de nesecidad baptiso un sacerdote secular, hijo de Padre no conocido, y de Rosa Rudesinda Retuerto Mulata libre, fue su Madrina D.a Ana Rosa Campó. Fueron testigos D. Francisco Tafur y D. Francisco Mendoza presentes".
Desde este pequeño documento, conservado en el Archivo Arzobispal en Santiago de Chile, podemos empezar a reconstruir detalles de los primeros años de vida de nuestro compositor. Por décadas, las biografías de Alzedo tomaron como fuente principal el breve resumen biográfico publicado por Cipriano Coronel Zegarra al comienzo del libro Filosofía Elemental de la Música que Alzedo publicó en 1869. Allí señalaba aquel amigo del compositor que la madre de Alzedo sería una señora de apellido Larraín, familia de alcurnia. Dado que el dato aparece en un libro sancionado y editado por el compositor, parece evidente que él quiso compartir este detalle, aunque su partida de nacimiento y otras fuentes señalan con claridad que su madre era Rosa Retuerto (o Reluerto), mulata libre.
Por una parte, se trata este de uno más entre muchos detalles errados por Coronel Zegarra, incluyendo la fecha de nacimiento (que sitúa en 1798, siendo la verdadera 1788), y pese a que sus apuntes se basan en “tratarlo con frecuencia [a Alzedo], en el abandono de una conversación familiar”, debemos considerar que la información puede estar tergiversada tanto por él como por el compositor. En un ámbito de creciente discriminación a la ascendencia africana hacia la segunda mitad del siglo XIX, como discutiré más adelante, tiene sentido esta dramática decisión de proponer un origen distinto, ya fuera del compositor o de su primer biógrafo. ¿Estaba tratando Zegarra de blanquear a Alzedo, o es esta una estrategia del compositor, en vistas de la publicación a escala nacional de su Filosofía de la Música en 1869?
Volveré a este tema más adelante, pero por ahora volvamos a la historia familiar. Allí, quizás, puede encontrarse otra solución a este embrollo. Entre los apuntes de Carlos Raygada para la publicación de su Historia Crítica del Himno Nacional, que se conservan en la Biblioteca Nacional del Perú, hay varios intentos por dar con un árbol genealógico del compositor. Es evidente, estudiándolos, que Raygada progresivamente cayó en cuenta de que Larraín no era el apellido, y trató de buscar una solución al problema. Así, se encontró con un tronco de la familia “Alcedo Larraín” durante el siglo XIX, con descendientes hasta nuestros días. ¿Parientes de nuestro Alzedo?
“En la ciudad de los Reyes del Perú en treinta y uno de Enero de mil setecientos noventa años Yo D. Francisco Cosio Teniente de los Curas Rectores de esta Sta Iglesia Metropolitana ecsorsisé, puse oleo y crisma á Luz Jose Bernardo que nació el dies y nueve de Agosto de ochenta y ocho, a quien en caso de nesecidad baptiso un sacerdote secular, hijo de Padre no conocido, y de Rosa Rudesinda Retuerto Mulata libre, fue su Madrina D.a Ana Rosa Campó. Fueron testigos D. Francisco Tafur y D. Francisco Mendoza presentes".
Desde este pequeño documento, conservado en el Archivo Arzobispal en Santiago de Chile, podemos empezar a reconstruir detalles de los primeros años de vida de nuestro compositor. Por décadas, las biografías de Alzedo tomaron como fuente principal el breve resumen biográfico publicado por Cipriano Coronel Zegarra al comienzo del libro Filosofía Elemental de la Música que Alzedo publicó en 1869. Allí señalaba aquel amigo del compositor que la madre de Alzedo sería una señora de apellido Larraín, familia de alcurnia. Dado que el dato aparece en un libro sancionado y editado por el compositor, parece evidente que él quiso compartir este detalle, aunque su partida de nacimiento y otras fuentes señalan con claridad que su madre era Rosa Retuerto (o Reluerto), mulata libre.
Por una parte, se trata este de uno más entre muchos detalles errados por Coronel Zegarra, incluyendo la fecha de nacimiento (que sitúa en 1798, siendo la verdadera 1788), y pese a que sus apuntes se basan en “tratarlo con frecuencia [a Alzedo], en el abandono de una conversación familiar”, debemos considerar que la información puede estar tergiversada tanto por él como por el compositor. En un ámbito de creciente discriminación a la ascendencia africana hacia la segunda mitad del siglo XIX, como discutiré más adelante, tiene sentido esta dramática decisión de proponer un origen distinto, ya fuera del compositor o de su primer biógrafo. ¿Estaba tratando Zegarra de blanquear a Alzedo, o es esta una estrategia del compositor, en vistas de la publicación a escala nacional de su Filosofía de la Música en 1869?
Volveré a este tema más adelante, pero por ahora volvamos a la historia familiar. Allí, quizás, puede encontrarse otra solución a este embrollo. Entre los apuntes de Carlos Raygada para la publicación de su Historia Crítica del Himno Nacional, que se conservan en la Biblioteca Nacional del Perú, hay varios intentos por dar con un árbol genealógico del compositor. Es evidente, estudiándolos, que Raygada progresivamente cayó en cuenta de que Larraín no era el apellido, y trató de buscar una solución al problema. Así, se encontró con un tronco de la familia “Alcedo Larraín” durante el siglo XIX, con descendientes hasta nuestros días. ¿Parientes de nuestro Alzedo?
Puede ser que este tronco Larraín guarde relación con un factor importante en la vida del compositor: la ausencia de reconocimiento de parte del padre. Si Alzedo fue concebido fuera del matrimonio, la usanza habitual era que llevara apellido de padrinos o de la madre. Seis años después de su nacimiento, el Rey autorizó que los hijos “naturales” pudieran optar también al apellido de sus padres, y claramente Alzedo así lo hizo en algún momento de su infancia. Puede que, de hecho, su padre siempre hubiese sido una figura cercana: si bien Bernardo apunta al santo del día, “José” lo hace a su padre: José Isidoro Alzedo. Es, nuevamente, Cipriano Coronel Zegarra quien nos da el nombre, pero aquí tenemos menos dudas de su veracidad: Sabemos, por la partida de matrimonio de Alzedo en 1857, que José Isidoro era efectivamente su padre, pues confirma el nombre. Sin embargo, las trazas del tal José Isidoro Alzedo no son muchas, ni tampoco muy claras.
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Según el musicólogo Robert Stevenson, autor de un emocionante tributo a Alzedo publicado en la década de 1970, el nombre José Isidoro Alzedo concuerda en aquellos años en Lima con una sola persona, un médico de profesión. En mayo de 1797 aparece el tal Isidoro ejerciendo cirugía y farmacia en Nuestra Señora de Santa Ana, y a mediados de la década de 1820 seguía sirviendo como médico, pero para la armada del Perú. Según Alfredo Moreno, este José Isidoro nació en 1768 y murió en 1828, fechas más que probables para hacer sido padre: tendría veinte años cuando nació el compositor; por la edad, se puede imaginar con facilidad un joven no casado, dejando a la madre con cargar un hijo no reconocido. Al final de su carrera, según el Calendario y Guía de Forasteros de 1833, el probable padre del compositor sería cirujano, además de miembro de la Junta Directora de Farmacia de Lima.
Si el padre era médico en esos años, es muy posible que también fuese afrodescendiente. Como ha estudiado José Jouve Martin, la profesión médica en Lima hacia 1800 era principalmente una de “pardos”, como se estilaba entonces. La denominación de pardo, así como la de mulato, refería a la ascendiente negra de una persona, pero también a ciertas especificidades de la cultura en el contexto limeño. Para el 1800, “pardos” eran principalmente aquellos ciudadanos negros urbanos con una profesión, normalmente artesanal o de oficio, y que por tanto podían ascender con mayor facilidad socialmente, tal como efectivamente ocurrió con la carrera de Alzedo. Las dos fotografías que de él sobreviven, nos muestran a un músico mulato, aunque es probable que el término “pardo” sea el más correcto para su contexto social, urbano y profesional.
Lima, en tiempos del nacimiento de Alzedo, era indudablemente una ciudad parda. Aún capital del virreinato, la población total de la capital imperial en América del Sur al cambio de siglo era de escasos 49,443 habitantes, de los cuales entre mulatos, negros y zambos se contaba un 36%, más de un tercio de la población (y aquello sin sumar las más recónditas clasificaciones de los sistemas de castas, como cuarterones y quinterones). Esta enorme proporción también daba al cuerpo mulato una presencia efectiva que iba más allá de la originaria esclavitud: profesionales, artesanos (y médicos, como he señalado) eran con frecuencia afrodescendientes, y en las guerras de la independencia los batallones de mulatos cobrarían un rol indiscutible. Será también un mulato, José Gil de Castro, quien retratará la independencia y sus mayores héroes, en una carrera muy similar a la del mismo Alzedo, como ha reseñado Federico Eisner. En 1837, con la declaración (oficial) de Martín de Porres como beato por Gregorio XVI, los pardos de Lima incluso tendrán a quien rezarle: un fraile dominico y mulato, como el mismo Alzedo.
No sabemos a ciencia cierta cuánto afecto su color de piel la carrera de Alzedo, pero es un tema al que volveré varias veces en el texto. Onofre de la Cadena, músico limeño anterior a Alzedo, escribió en 1768 directamente al Virrey alegando sobre el maltrato que sufría día a día como músico pardo: “solo me acarreo el total desprecio en que vivimos por acá los pardos, y una captura injusta, como si ser pardo, no logro el mayor honor, la mayor grandeza, que estriba ser sólo, en ser Leal, humilde, y obediente vasallo de Vuestra Magestad”. En 1804, cuando Alzedo no tendría más que 16 años, Juan Beltrán -maestro de capilla de la Catedral de Lima- aún podía escribir formalmente, según las investigaciones de Andrés Sas, contra el “número crecido de zambos y negros que sin reparo admiten a los estrados” y solicitar que se “purificase el Cuerpo Músico de una porción de miembros asquerosos que lo infestan, con su ignorancia, y sus vicios”.
Es lamentable que no tengamos mayores fuentes para saber si este fue un tema concreto que afectó las posibilidades laborales y personales de Alzedo, pero solo podemos suponer que así fue. Ricardo Palma, en sus Tradiciones Peruanas, habla de cómo “lo humilde de su sangre le cerraba las puertas”, un detalla importante considerando que Palma conoció personalmente a Alzedo (asunto al que volveré más adelante). Hasta el día de hoy Alzedo no es reconocido como una de las más importantes figuras dentro de la cultura afroperuana (nada menos que el autor del Himno Nacional), y sus retratos son habitualmente “blanqueados”, como aquel que cuelga en la Sala Alzedo en pleno centro de Lima, al igual que muchos de los que se publican en forma oficial.
Si el padre era médico en esos años, es muy posible que también fuese afrodescendiente. Como ha estudiado José Jouve Martin, la profesión médica en Lima hacia 1800 era principalmente una de “pardos”, como se estilaba entonces. La denominación de pardo, así como la de mulato, refería a la ascendiente negra de una persona, pero también a ciertas especificidades de la cultura en el contexto limeño. Para el 1800, “pardos” eran principalmente aquellos ciudadanos negros urbanos con una profesión, normalmente artesanal o de oficio, y que por tanto podían ascender con mayor facilidad socialmente, tal como efectivamente ocurrió con la carrera de Alzedo. Las dos fotografías que de él sobreviven, nos muestran a un músico mulato, aunque es probable que el término “pardo” sea el más correcto para su contexto social, urbano y profesional.
Lima, en tiempos del nacimiento de Alzedo, era indudablemente una ciudad parda. Aún capital del virreinato, la población total de la capital imperial en América del Sur al cambio de siglo era de escasos 49,443 habitantes, de los cuales entre mulatos, negros y zambos se contaba un 36%, más de un tercio de la población (y aquello sin sumar las más recónditas clasificaciones de los sistemas de castas, como cuarterones y quinterones). Esta enorme proporción también daba al cuerpo mulato una presencia efectiva que iba más allá de la originaria esclavitud: profesionales, artesanos (y médicos, como he señalado) eran con frecuencia afrodescendientes, y en las guerras de la independencia los batallones de mulatos cobrarían un rol indiscutible. Será también un mulato, José Gil de Castro, quien retratará la independencia y sus mayores héroes, en una carrera muy similar a la del mismo Alzedo, como ha reseñado Federico Eisner. En 1837, con la declaración (oficial) de Martín de Porres como beato por Gregorio XVI, los pardos de Lima incluso tendrán a quien rezarle: un fraile dominico y mulato, como el mismo Alzedo.
No sabemos a ciencia cierta cuánto afecto su color de piel la carrera de Alzedo, pero es un tema al que volveré varias veces en el texto. Onofre de la Cadena, músico limeño anterior a Alzedo, escribió en 1768 directamente al Virrey alegando sobre el maltrato que sufría día a día como músico pardo: “solo me acarreo el total desprecio en que vivimos por acá los pardos, y una captura injusta, como si ser pardo, no logro el mayor honor, la mayor grandeza, que estriba ser sólo, en ser Leal, humilde, y obediente vasallo de Vuestra Magestad”. En 1804, cuando Alzedo no tendría más que 16 años, Juan Beltrán -maestro de capilla de la Catedral de Lima- aún podía escribir formalmente, según las investigaciones de Andrés Sas, contra el “número crecido de zambos y negros que sin reparo admiten a los estrados” y solicitar que se “purificase el Cuerpo Músico de una porción de miembros asquerosos que lo infestan, con su ignorancia, y sus vicios”.
Es lamentable que no tengamos mayores fuentes para saber si este fue un tema concreto que afectó las posibilidades laborales y personales de Alzedo, pero solo podemos suponer que así fue. Ricardo Palma, en sus Tradiciones Peruanas, habla de cómo “lo humilde de su sangre le cerraba las puertas”, un detalla importante considerando que Palma conoció personalmente a Alzedo (asunto al que volveré más adelante). Hasta el día de hoy Alzedo no es reconocido como una de las más importantes figuras dentro de la cultura afroperuana (nada menos que el autor del Himno Nacional), y sus retratos son habitualmente “blanqueados”, como aquel que cuelga en la Sala Alzedo en pleno centro de Lima, al igual que muchos de los que se publican en forma oficial.
Dos retratos sobreviven de Alzedo, que alumbran un poco más sobre su apariencia física y su espíritu. El primero, y más conocido, es el que adorna las páginas de su Filosofía (arriba, a la derecha), publicado justamente antes que la portadilla con los datos de la obra. Alzedo aquí nos mira con ojos penetrantes, que no acusan la edad que tenía cuando publicó el libro (71 años): el pelo negro, partido a un lado, se agolpa sobre las salientes orejas, y unas pocas arrugas parecen caer desde los ojos hacia el resto de la cara. El terno es elegante (aunque no de primera línea), y bajó el corbatín se empieza a ver una franja tricolor, probablemente un signo explícito de su rol como miembro de la Sociedad Fundadores de la Independencia (creada en 1857). El reloj de bolsillo, con cadena dorada, es una presencia que se repite en el otro retrato que conservamos de Alzedo (abajo, a la derecha): aquel que guardara Isidora Zegers en su álbum personal, retrato (según ella) de 1862, y coloreado a mano. Aquí estamos frente a una fotografía mucho más cercana, y algo menos retocada, donde el mismo corte de pelo y arrugas sobre el borde de la cara dejan ver dos patillas “alla O’Higgins”, una camisa y terno de mayor calidad, y un anillo de hombre casado (referencia clara a que la foto fue tomada después de 1857). |
Más allá de estos datos (y especulaciones), no sabemos mucho más de los orígenes de Alzedo, pero antes de comenzar a narrar su vida, es importante aclarar un último punto de eterno conflicto y sobre el que me preguntan constantemente: si el apellido del compositor se escribía Alzedo o Alcedo. El lector habrá notado ya mi propia preferencia por la Z, pero creo que es un punto importantísimo de aclarar, pues refleja también varios otros problemas historiográficos a los que volveré en el transcurso del texto. La tradición limeña siempre ha sido escribirle con C, mientras que en Chile habitualmente se hace con Z. Alzedo mismo firmaba mayormente con Z su nombre, tanto en cartas como partituras, y sus contemporáneos más cercanos también escriben su nombre de esta manera. Sin embargo, aunque esto podría dar “por cerrado” el tema, el asunto evidentemente no es tan fácil. En una de las partituras más antiguas que se conservan del compositor, la introducción a la ópera La Cifra, de 1816 y hoy conservada en Sucre (y a la que regresaré al final de este capítulo), el nombre aparece con C, aunque cabe decir que la partitura está copiada por otra persona. El asunto no es menor, porque implica que ya entonces -la partitura está fechada en 1816- el nombre de Alzedo se escribía indiferentemente con C o con Z. En su tumba en el Panteón Nacional el nombre está escrito de dos maneras distintas: con C en un lugar (el ataúd mismo) y con Z en otra. La Sala Alzedo, del Teatro Segura, lleva sin embargo el nombre escrito con Z, aunque muchas guías lo ponen con C. La mayoría de las calles con su nombre en el Perú llevan la C.
Es probable que la forma de escribir el nombre en forma divergente venga nada más que de una costumbre. Y esto habla, finalmente, de dos tradiciones historiográficas distintas: la peruana y la chilena. “Alzedo” aparece con Z en su propia Filosofía Elemental, es cierto, pero la tradición peruana ha rescatado el modo en que el apellido se encuentra mayormente arraigado en la familia en el mismo Perú hasta hoy. Autores de especial importancia en el Perú, como Carlos Raygada, han escrito el apellido con C. En Chile, nuevamente, la situación es a ratos controversial: en una fuente temprana como su retrato en el álbum de Isidora Zegers, de 1862, el nombre aparece como “Bernardo Alcedo”; pero en la primera biografía publicada en el país (en 1872 en el Tesoro de Bellas Artes de José Bernardo Suárez), aparece con Z. Lo cierto es que, durante el siglo XX al menos, mientras en Chile el nombre de Alzedo ha sido rescatado principalmente por musicólogos, el Alcedo peruano es una figura viva, cotidiana, redescubierta una y otra vez por distintas generaciones, y esta diferencia no debe ser nunca olvidad para comprender porque tenemos tantos “Alzedos” y “Alcedos”.
Pasado este impasse, seguimos con Coronel Zegarra:
"contaba seis años cuando ingresó por la vez primera en un establecimiento de educación […] a instancias de su padrino, abandonó las aulas cuando ya se iniciaba en los secretos de la gramática latina. El buen señor, que quería mucho al ahijado, no dejó de percibir que el joven era aficionado al canto, y que retenía con tenacidad admirable lo que una sola vez oyera. Persuadir a la madre para que dedicase al niño a la música, y no a la medicina, como se había pensado, fue desde entonces su proyecto […] convencida la buena madre, resuelta a seguir estos consejos, logró que el joven Bernardo entrase en el convento de los Agustinos, donde a la sazón florecía una acreditada academia dirigida por Fray Cipriano Aguilar".
Ya he señalado que no siempre Coronel Zegarra es de total confianza, pero siendo información tomada de conversaciones con el compositor, los detalles aquí son muy importantes. Nótese, en primer lugar, las relaciones familiares, la posibilidad de haber sido médico (como el padre, como muchos pardos), la perspicacia y voluntad del padrino. Los detalles parecen tener especial sentido y contribuyen a armar una mejor imagen de estos primeros años de la vida de Alzedo. ¿Quién era este padrino? Como “madrina” aparece en su partida de bautismo solamente una mujer, Ana Rosa Campó, y ningún hombre. Una posibilidad es que fuera el esposo de la misma Rosa Campó, o algún otro pariente. Otra posibilidad es que fuera el primer testigo del bautizo, Francisco Tafur, quien era teniente de los Curas Rectores de la Iglesia Metropolitana de Lima.
Como fuera, hablamos aquí de un primer ambiente musical donde Alzedo hace ingreso, liderado por Cipriano Aguilar. Alzedo mismo, tangencialmente, nos da mayores contextos para esta relación: En el apéndice de su Filosofía de la Música, Alzedo hace un breve listado de aquellos maestros peruanos que él conoció personalmente en su juventud y que él consideraba dignos de ser recordados por la posteridad: José Toribio del Campo, Cipriano Aguilar, Melchor Tapia, los hermanos Filomeno, Pedro Ximénez. Esta lista no es azarosa: apunta a un círculo de músicos limeños y peruanos en que se movió el Alzedo de sus primeros años, como músico profesional, religioso y artista.
Toribio del Campo y Melchor Tapia fueron músicos de la catedral (flautista y organista respectivamente), y ambos compositores; Aguilar no solo fue compositor, sino que también maestro de capilla y religioso. Los Filomeno, como familia, se mudaron al igual que nuestro compositor a Chile en la década de 1820, para luego entablar profundos vínculos musicales entre esa nación y el Perú; Pedro Ximénez, arequipeño, y después de 1833 asumió la dirección musical de la catedral de Sucre, Bolivia. Toribio del Campo, en su famosa “Carta” sobre música publicada en el Mercurio Peruano en la década de 1790 (cuando Alzedo aún era un niño), celebró justamente a esta generación de músicos, herederos del gran talento y oficio de José de Orejón y Aparicio, y que “sin el auxilio de los maestros, y sin el de los colegios de Milán, Nápoles, &c, sin la continuación de oír los excelentes virtuosos en las grandes óperas, producen unas ideas agradables, capaces de discernir el músico por naturaleza, y arreglo por el Artes”.
Pero el mundo musical de Alzedo, en sus primeros años, no era sólo de músicos religiosos y profesionales: la vida musical limeña, digna de una capital de su estatura, estaba llena de experiencias. A diferencia de otras ciudades de América, la actividad musical “letrada” de Lima no se remitía solo a su Catedral y el Coliseo -el teatro más importante-, espacios siempre prominentes de actividad musical profesional. La mayoría de los templos mayores de Lima tenía sus propias orquestas y coro, existían diversas bandas asociadas a los regimientos de la capital virreinal, y además la ciudad se encontraba saturada con cofradías, cada una de las cuales tenía su propia actividad musical. Alzedo mismo recordaría este ambiente en su Filosofía:
[Hacia 1800] era tal la general tendencia a la Música, que a pesar de [varios] obstáculos, se contaban en Lima doce orquestas más o menos numerosas, de buena inteligencia y mejor ejecución: gracias al laudable comedimiento e incansable diligencia de los Maestros de Capilla de las órdenes regulares de Agustinos, Domínicos y Mercedarios, que recibiendo y aun alimentando desinteresadamente niños, los enseñaban a cantar para el servicio del culto divino, destinándolos después al aprendizaje de los instrumentos que los mismos alumnos elegían. Aparte de esto, no concurría menos a fomentar la contracción, la decidida afición de algunos particulares, (entre los que se distinguían con declarada protección los señores conde de Fuente Gonzalez [José González de la Fuente] y marqués de Montemira [Pedro José de Zárate]), que sosteniendo semanalmente Academias o Conciertos en sus casas, juntaban profesores de canto y de instrumentos; con cuyos ejercicios, excitándose a la vez la dedicación, se robustecía y perfeccionaba la práctica.
Es probable que la forma de escribir el nombre en forma divergente venga nada más que de una costumbre. Y esto habla, finalmente, de dos tradiciones historiográficas distintas: la peruana y la chilena. “Alzedo” aparece con Z en su propia Filosofía Elemental, es cierto, pero la tradición peruana ha rescatado el modo en que el apellido se encuentra mayormente arraigado en la familia en el mismo Perú hasta hoy. Autores de especial importancia en el Perú, como Carlos Raygada, han escrito el apellido con C. En Chile, nuevamente, la situación es a ratos controversial: en una fuente temprana como su retrato en el álbum de Isidora Zegers, de 1862, el nombre aparece como “Bernardo Alcedo”; pero en la primera biografía publicada en el país (en 1872 en el Tesoro de Bellas Artes de José Bernardo Suárez), aparece con Z. Lo cierto es que, durante el siglo XX al menos, mientras en Chile el nombre de Alzedo ha sido rescatado principalmente por musicólogos, el Alcedo peruano es una figura viva, cotidiana, redescubierta una y otra vez por distintas generaciones, y esta diferencia no debe ser nunca olvidad para comprender porque tenemos tantos “Alzedos” y “Alcedos”.
Pasado este impasse, seguimos con Coronel Zegarra:
"contaba seis años cuando ingresó por la vez primera en un establecimiento de educación […] a instancias de su padrino, abandonó las aulas cuando ya se iniciaba en los secretos de la gramática latina. El buen señor, que quería mucho al ahijado, no dejó de percibir que el joven era aficionado al canto, y que retenía con tenacidad admirable lo que una sola vez oyera. Persuadir a la madre para que dedicase al niño a la música, y no a la medicina, como se había pensado, fue desde entonces su proyecto […] convencida la buena madre, resuelta a seguir estos consejos, logró que el joven Bernardo entrase en el convento de los Agustinos, donde a la sazón florecía una acreditada academia dirigida por Fray Cipriano Aguilar".
Ya he señalado que no siempre Coronel Zegarra es de total confianza, pero siendo información tomada de conversaciones con el compositor, los detalles aquí son muy importantes. Nótese, en primer lugar, las relaciones familiares, la posibilidad de haber sido médico (como el padre, como muchos pardos), la perspicacia y voluntad del padrino. Los detalles parecen tener especial sentido y contribuyen a armar una mejor imagen de estos primeros años de la vida de Alzedo. ¿Quién era este padrino? Como “madrina” aparece en su partida de bautismo solamente una mujer, Ana Rosa Campó, y ningún hombre. Una posibilidad es que fuera el esposo de la misma Rosa Campó, o algún otro pariente. Otra posibilidad es que fuera el primer testigo del bautizo, Francisco Tafur, quien era teniente de los Curas Rectores de la Iglesia Metropolitana de Lima.
Como fuera, hablamos aquí de un primer ambiente musical donde Alzedo hace ingreso, liderado por Cipriano Aguilar. Alzedo mismo, tangencialmente, nos da mayores contextos para esta relación: En el apéndice de su Filosofía de la Música, Alzedo hace un breve listado de aquellos maestros peruanos que él conoció personalmente en su juventud y que él consideraba dignos de ser recordados por la posteridad: José Toribio del Campo, Cipriano Aguilar, Melchor Tapia, los hermanos Filomeno, Pedro Ximénez. Esta lista no es azarosa: apunta a un círculo de músicos limeños y peruanos en que se movió el Alzedo de sus primeros años, como músico profesional, religioso y artista.
Toribio del Campo y Melchor Tapia fueron músicos de la catedral (flautista y organista respectivamente), y ambos compositores; Aguilar no solo fue compositor, sino que también maestro de capilla y religioso. Los Filomeno, como familia, se mudaron al igual que nuestro compositor a Chile en la década de 1820, para luego entablar profundos vínculos musicales entre esa nación y el Perú; Pedro Ximénez, arequipeño, y después de 1833 asumió la dirección musical de la catedral de Sucre, Bolivia. Toribio del Campo, en su famosa “Carta” sobre música publicada en el Mercurio Peruano en la década de 1790 (cuando Alzedo aún era un niño), celebró justamente a esta generación de músicos, herederos del gran talento y oficio de José de Orejón y Aparicio, y que “sin el auxilio de los maestros, y sin el de los colegios de Milán, Nápoles, &c, sin la continuación de oír los excelentes virtuosos en las grandes óperas, producen unas ideas agradables, capaces de discernir el músico por naturaleza, y arreglo por el Artes”.
Pero el mundo musical de Alzedo, en sus primeros años, no era sólo de músicos religiosos y profesionales: la vida musical limeña, digna de una capital de su estatura, estaba llena de experiencias. A diferencia de otras ciudades de América, la actividad musical “letrada” de Lima no se remitía solo a su Catedral y el Coliseo -el teatro más importante-, espacios siempre prominentes de actividad musical profesional. La mayoría de los templos mayores de Lima tenía sus propias orquestas y coro, existían diversas bandas asociadas a los regimientos de la capital virreinal, y además la ciudad se encontraba saturada con cofradías, cada una de las cuales tenía su propia actividad musical. Alzedo mismo recordaría este ambiente en su Filosofía:
[Hacia 1800] era tal la general tendencia a la Música, que a pesar de [varios] obstáculos, se contaban en Lima doce orquestas más o menos numerosas, de buena inteligencia y mejor ejecución: gracias al laudable comedimiento e incansable diligencia de los Maestros de Capilla de las órdenes regulares de Agustinos, Domínicos y Mercedarios, que recibiendo y aun alimentando desinteresadamente niños, los enseñaban a cantar para el servicio del culto divino, destinándolos después al aprendizaje de los instrumentos que los mismos alumnos elegían. Aparte de esto, no concurría menos a fomentar la contracción, la decidida afición de algunos particulares, (entre los que se distinguían con declarada protección los señores conde de Fuente Gonzalez [José González de la Fuente] y marqués de Montemira [Pedro José de Zárate]), que sosteniendo semanalmente Academias o Conciertos en sus casas, juntaban profesores de canto y de instrumentos; con cuyos ejercicios, excitándose a la vez la dedicación, se robustecía y perfeccionaba la práctica.
¿Cuán cercanos eran estos músicos para Alzedo? Según Barbacci, en su diccionario biográfico de músicos peruanos, el Marqués de Montemira le regaló a un estudiante de Alzedo su colección de violoncellos, lo que habla de posibles protectores de su arte incluso en la alta aristocracia local. Pero es Cipriano Aguilar quien debió ser su más cercano maestro en este primer momento de su carrera. Quien más ha investigado sobre él es César Vega Zavala, quien ha identificado que Aguilar profesó como religioso en Lima en 1788, el mismo año del nacimiento de Alzedo, y servía como músico y profesor de música. Pocas obras de Aguilar han sobrevivido, pero inventario de su obra, realizado décadas más tarde, habla de un músico prolífico con una presencia pública que incluía también obras instrumentales para conciertos.
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Fue en el convento de Aguilar (hoy Iglesia de San Agustín, en el cruce de los jirones Camaná e Ica) que Alzedo, según Coronel Zegarra, entró a la vida religiosa, aun siendo niño. Por alguna razón desconocida Alzedo decidió dejar el convento Agustino y trasladarse al Dominico luego de unos años (según Zegarra, por decisión de su madre), pero Alzedo conservó la memoria de Cipriano Aguilar como un maestro, y probablemente llevó algo de su música a Santiago donde hoy se conserva. Alzedo se cambió al prestigioso convento de los Dominicos, unas cuadras más arriba, donde profesó y vivió buena parte de su vida. Es probable que llegara allí aún muy niño -Zegarra dice que antes de los doce años, lo que sería 1800- y según el mismo biógrafo el nuevo maestro de Alzedo fue un tal Pascual Nieves, de quien sabemos casi nada y que Alzedo tampoco menciona posteriormente.
Las noticias más tempranas que tenemos de la filiación de Alzedo a los dominicos son confusas, como ha estudiado Víctor Róndon, pero no por ello poco importantes: Alzedo presenta su voluntad de profesar en mayo de 1806 (año en que cumplía los 18 años), pudiendo hacerlo un año más tarde.
Las noticias más tempranas que tenemos de la filiación de Alzedo a los dominicos son confusas, como ha estudiado Víctor Róndon, pero no por ello poco importantes: Alzedo presenta su voluntad de profesar en mayo de 1806 (año en que cumplía los 18 años), pudiendo hacerlo un año más tarde.
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Sus primeras obras como músico, también, son de este periodo. Coronel Zegarra menciona que una de sus primeras grandes obras fue una Misa en Re mayor, compuesta a los 18 años, y que probablemente es la misma que se conserva hoy en la Biblioteca Nacional del Perú. Se nota que la obra tiene un formato básico, que es el llamado “napolitano”, típicamente utilizado en Lima hacia 1800, con dos violines, bajo continuo, dos maderas (oboes en este caso) y dos cornos. En algún momento, hacia 1850 -viviendo en Santiago- Alzedo amplió la orquestación con otros instrumentos (trompeta, trombón, flauta, etc.) La pieza es casi barroca en estilo, y no se parece en nada a obras compuestas mucho más tarde por Alzedo.
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Dado que es una Misa Solemne (esto es, las secciones del Kyrie y Gloria están divididas en números como si de una ópera o cantata se tratase), puede que Alzedo la hubiese compuesto para una ocasión igualmente solemne: su profesión como religioso a los mismos 18 años. La obra toma casi media hora, y su solemnidad es anunciada ya con una larga introducción instrumental, brillante en estilo. En ella ya hay muchos detalles que nos muestran a un compositor con ideas importantes y originales: por ejemplo, la entrada del “Kyrie” luego de la introducción es radical, con una armonía totalmente inesperada (un acorde disminuido sobre Sol#, en el minuto 1:50). Son casi veinte compases que demora Alzedo en mostrarnos la tonalidad real de la pieza, una expresión dramática de la angustia humana clamando “piedad” al Señor, afirmada doctrinalmente por una fuga algo académica, y quizás estudiantil, (minuto 3:05) para desarrollar la sección del Christe.
Para Alzedo, como señala en su Filosofía, el “científico y verdadero músico” es aquel que, elegido por la naturaleza, una a ella la “posesión de una perfecta teoría, fundada en los principios de la ciencia derivados de la naturaleza, el conocimiento del corazón humano, y los resortes de excitar sus sentimientos, y la juiciosa observación de los diversos metros de la Poesía sagrada y profana para poderla significar”. Alzedo, por tanto, pone en su obra una lectura personal de los textos religiosos, que irá cambiando y acentuándose con los años. Su Kyrie Eleyson (Señor, ten Piedad), que puede escucharse luego de la introducción instrumental, no es un ruego calmado, conformista y neutro. Es un grito desde la desesperación y la duda, desde la inseguridad de un hombre que, como cristiano, siente que esa piedad rogada no está garantizada, sino que debe ser solicitada siempre con convicción. Para quien quisiera adentrarse en la partitura, nótese en particular la armonía del Et in Terra Pax, el precioso terceto del Laudamus Te (quizás el más barroco de los movimientos de esta Misa) y la brillante introducción del Cum Sancto, el movimiento final. Además, musicalmente Alzedo unifica toda la obra con una serie de pequeñas figuras que se repiten una y otra vez, con sutiles alteraciones, algo que no encontramos en ningún otro compositor del periodo, y que escapa a un mero intento de “describir” el texto religioso.
La Misa en Re mayor es una obra de juventud, que no logra alcanzar las cumbres de -por ejemplo- su tardía y bellísima Misa en Fa mayor. Pero, aún en estos primeros momentos de ejercicios estudiantiles, Alzedo comienza a mostrarse como un autor que además de talento, tiene oficio, visión y capacidad para tomar riesgos y hacer lecturas individuales dentro del gremio de los compositores de iglesia de su tiempo, incluso desligándose de sus contemporáneos. Estas características, que considero centrales para entender el carácter creativo de Alzedo y sus decisiones como artista y persona, no aparecen solo en su Misa en Re mayor, sino que también en varias de sus otras obras tempranas. Lamentablemente, es muy difícil definir cuáles exactamente son estas obras tempranas (escritas cuando era monje dominico en Lima), por diversas razones.
La primera es que muchas de estas obras fueron copiadas nuevamente en Chile, y por lo tanto los papeles viejos fueron eliminados. En raros casos, papeles nuevos y viejos conviven en el legajo de una misma obra, como es el caso de su Responso a 4 voces o el bello Dixit Dominus. Esta abundancia de manos y épocas lleva a que el criterio para determinar si se trata de obras de Alzedo, y si son tempranas o tardías, sea muchas veces el estilo de las obras, además de su caligrafía. Comparando papeles, firmas, modos de escribir, copiar y componer, las siguientes obras son las que con mayor probabilidad fueron compuestas durante sus primeros años en Lima, antes de escribir el Himno Nacional: además de la mencionada Misa en Re mayor, los dos Motetes Penitenciales, sus Letanías a la Virgen, los himnos Lauda Sion, de San Pedro, de Pentecostés, Ave Maris Stella, los Maitines de Navidad, los villancicos Venid Coros del Empíreo, A Cualquier Santo, Grandes Obras que en su Hechura, Volad Amores, De la Casa de David, Rara Inventiva de Amor y Venid Pastorcillos, el Responso a 4 voces, su Dixit Dominus, un Tota Pulcra a 3 voces y, finalmente, su Manus Tue.
Y aquí valdría detenerse un segundo para hablar de dónde está la música de José Bernardo Alzedo. La colección musical de Alzedo se conserva esencialmente por dos razones: la primera son las donaciones de coleccionistas particulares a la Biblioteca Nacional del Perú, y que refleja lo que el propio Alzedo -parcialmente- poseía al momento de su muerte. La segunda son los documentos conservados en el Archivo de la Catedral de Santiago, pertenecientes a la antigua capilla de música, y por tanto de tipo oficial antes que personal. El corpus limeño ha sido estudiado mayormente por Carlos Raygada -y escasamente por posteriores autores-, mientras que el chileno lo ha sido primeramente por Samuel Claro, luego por Denise Sargent, Víctor Rondón y quien escribe. Otros documentos de Alzedo se conservan también en la Recoleta Dominica de Santiago (estudiados por Víctor Rondón) y en el Seminario Pontificio Mayor de Santiago (estudiados por Fernanda Vera). Además, un conjunto importante de estas composiciones (Qui diceris paraclitus, Himno de San Pedro, Ave Maris Stella, Grandes obras que en su hechura y Volad amores) fueron robadas de la Catedral de Santiago hacia la década de 1980 y solo sobreviven porque previamente fueron microfilmadas por Samuel Claro Valdés, en una colección que se conserva en la biblioteca de musicología de la Universidad de Chile. Esta fragmentación, sin duda, no contribuye a poder entender mejor al Alzedo músico, pese a esfuerzos por integrarla realizados por Armando Sánchez Málaga.
La primera es que muchas de estas obras fueron copiadas nuevamente en Chile, y por lo tanto los papeles viejos fueron eliminados. En raros casos, papeles nuevos y viejos conviven en el legajo de una misma obra, como es el caso de su Responso a 4 voces o el bello Dixit Dominus. Esta abundancia de manos y épocas lleva a que el criterio para determinar si se trata de obras de Alzedo, y si son tempranas o tardías, sea muchas veces el estilo de las obras, además de su caligrafía. Comparando papeles, firmas, modos de escribir, copiar y componer, las siguientes obras son las que con mayor probabilidad fueron compuestas durante sus primeros años en Lima, antes de escribir el Himno Nacional: además de la mencionada Misa en Re mayor, los dos Motetes Penitenciales, sus Letanías a la Virgen, los himnos Lauda Sion, de San Pedro, de Pentecostés, Ave Maris Stella, los Maitines de Navidad, los villancicos Venid Coros del Empíreo, A Cualquier Santo, Grandes Obras que en su Hechura, Volad Amores, De la Casa de David, Rara Inventiva de Amor y Venid Pastorcillos, el Responso a 4 voces, su Dixit Dominus, un Tota Pulcra a 3 voces y, finalmente, su Manus Tue.
Y aquí valdría detenerse un segundo para hablar de dónde está la música de José Bernardo Alzedo. La colección musical de Alzedo se conserva esencialmente por dos razones: la primera son las donaciones de coleccionistas particulares a la Biblioteca Nacional del Perú, y que refleja lo que el propio Alzedo -parcialmente- poseía al momento de su muerte. La segunda son los documentos conservados en el Archivo de la Catedral de Santiago, pertenecientes a la antigua capilla de música, y por tanto de tipo oficial antes que personal. El corpus limeño ha sido estudiado mayormente por Carlos Raygada -y escasamente por posteriores autores-, mientras que el chileno lo ha sido primeramente por Samuel Claro, luego por Denise Sargent, Víctor Rondón y quien escribe. Otros documentos de Alzedo se conservan también en la Recoleta Dominica de Santiago (estudiados por Víctor Rondón) y en el Seminario Pontificio Mayor de Santiago (estudiados por Fernanda Vera). Además, un conjunto importante de estas composiciones (Qui diceris paraclitus, Himno de San Pedro, Ave Maris Stella, Grandes obras que en su hechura y Volad amores) fueron robadas de la Catedral de Santiago hacia la década de 1980 y solo sobreviven porque previamente fueron microfilmadas por Samuel Claro Valdés, en una colección que se conserva en la biblioteca de musicología de la Universidad de Chile. Esta fragmentación, sin duda, no contribuye a poder entender mejor al Alzedo músico, pese a esfuerzos por integrarla realizados por Armando Sánchez Málaga.
Considero que las dos obras más tempranas de Alzedo que se conservan podrían ser los dos Motetes Penitenciales que sobreviven de un grupo de cuatro (BNP JBA029 y 030). Quizás el detalle más importante de ambos Motetes Penitenciales sea que en la portada, escrita por el mismo Alzedo, se señala que la obra está compuesta “en partes separadas sin partitura” y que del autor son la “música y palabras”. Son las únicas dos obras de Alzedo que señalan este detalle, y por lo mismo debemos preguntarnos qué significan aquí. Ambas indicaciones apuntan a algún tipo de “examen” o demostración de la habilidad del compositor a otros músicos de su círculo cercano. |
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Alzedo habla de su propia educación musical y lo que se espera de una enseñanza de composición en su Filosofía, al decir que “Los compositores principiantes, que aún no se han formado un caudal de ideas, comienzan regularmente por imitar a algún de los maestros de mayor opinión: esto no es reprensible, pero sí riesgoso; porque casi siempre acontece que, con la demasiada afectación del modelo propuesto, se pasa fácilmente de la imitación al plagio”.
Algo así ocurre con estas primeras obras de Alzedo, cercanas tanto a modelos europeos como a lo que estaban haciendo músicos mayores que él en Lima, como los mencionados Tapia, Aguilar o Del Campo. Y aún así, hay algo bien personal en estos primeros motetes penitenciales. No solo señala que él mismo ha escrito la música y la letra (y que, por tanto, ha pensado bien cómo ambas deben ir unidas), sino que también escribió la obra directamente en partes. Normalmente, un músico escribiría primero su obra en partitura: esto es, en una partitura donde los distintos instrumentos aparecen anotados uno bajo el otro, dando entonces una concepción total de la obra a la vista. Sin embargo, cuando la obra se copia y se entrega a cada músico, debe copiarse “en partes” (o partichelas), donde sólo puede leerse lo que debe tocar cada instrumento, y no el total de la obra. Por tanto, escribir una obra directamente en partes implica un elegante y difícil ejercicio mental, donde cada sección debe estar comparada con otras, y donde cualquier error desarmaría la obra al ser tocada. El compositor, para lograrlo, debe tener la composición en su cabeza.
De todas estas obras tempranas, hubo una que tuvo mucha vida posterior: el villancico De la Casa de David, que sobrevive en muchísimas versiones. Se conservan copias de este villancico en varios archivos en Santiago, y también en Sucre (Bolivia, entre las partituras que pertenecieron al arequipeño Pedro Ximénez), así como en Talca, al sur de Chile. Fue editado por el presbítero Moisés Lara para el uso de congregaciones en todo Chile hacia fines del siglo XIX, garantizando una permanencia importante en el repertorio. Hay algo en él de chispeante y alegre, con un claro espíritu navideño y una melodía graciosa que fácilmente queda en la memoria. Las partes del coro, además, son muy entretenidas: una voz solista va haciendo una narración en tono popular del misterio del nacimiento de Cristo, la cual es dudada y respondida por el tutti del coro. El espíritu de preguntas y respuestas, tan de catequesis, y lo teatral de la melodía, generan un impulso permanente que desemboca en el coro: “vamos todos a ver a Belén”, un estribillo que de seguro cualquier congregación se aprende con la primera repetición. Pero, además, Alzedo acompaña toda esta entretención con un misterioso halo místico, especialmente en la sección que cierra cada nueva entrada del coro.
Algo así ocurre con estas primeras obras de Alzedo, cercanas tanto a modelos europeos como a lo que estaban haciendo músicos mayores que él en Lima, como los mencionados Tapia, Aguilar o Del Campo. Y aún así, hay algo bien personal en estos primeros motetes penitenciales. No solo señala que él mismo ha escrito la música y la letra (y que, por tanto, ha pensado bien cómo ambas deben ir unidas), sino que también escribió la obra directamente en partes. Normalmente, un músico escribiría primero su obra en partitura: esto es, en una partitura donde los distintos instrumentos aparecen anotados uno bajo el otro, dando entonces una concepción total de la obra a la vista. Sin embargo, cuando la obra se copia y se entrega a cada músico, debe copiarse “en partes” (o partichelas), donde sólo puede leerse lo que debe tocar cada instrumento, y no el total de la obra. Por tanto, escribir una obra directamente en partes implica un elegante y difícil ejercicio mental, donde cada sección debe estar comparada con otras, y donde cualquier error desarmaría la obra al ser tocada. El compositor, para lograrlo, debe tener la composición en su cabeza.
De todas estas obras tempranas, hubo una que tuvo mucha vida posterior: el villancico De la Casa de David, que sobrevive en muchísimas versiones. Se conservan copias de este villancico en varios archivos en Santiago, y también en Sucre (Bolivia, entre las partituras que pertenecieron al arequipeño Pedro Ximénez), así como en Talca, al sur de Chile. Fue editado por el presbítero Moisés Lara para el uso de congregaciones en todo Chile hacia fines del siglo XIX, garantizando una permanencia importante en el repertorio. Hay algo en él de chispeante y alegre, con un claro espíritu navideño y una melodía graciosa que fácilmente queda en la memoria. Las partes del coro, además, son muy entretenidas: una voz solista va haciendo una narración en tono popular del misterio del nacimiento de Cristo, la cual es dudada y respondida por el tutti del coro. El espíritu de preguntas y respuestas, tan de catequesis, y lo teatral de la melodía, generan un impulso permanente que desemboca en el coro: “vamos todos a ver a Belén”, un estribillo que de seguro cualquier congregación se aprende con la primera repetición. Pero, además, Alzedo acompaña toda esta entretención con un misterioso halo místico, especialmente en la sección que cierra cada nueva entrada del coro.
Otra de las piezas más intrigantes de este periodo temprano de Alzedo también se conserva en la colección de Pedro Ximénez Abrill en Sucre, Bolivia. Se trata de una partitura breve titulada “Introducción” a la ópera La Cifra, de 1816. Dado que se conservan otras obras limeñas fechadas ese año entre las partituras de Ximénez, es muy probable que Alzedo se la haya regalado a su colega arequipeño en ese entonces. La partitura de La Cifra, de hecho, está firmada como “Fr. Bernardo Alcedo” (así, con C), reconociendo que es de sus años de fraile, antes de la Independencia. Pero, ¿Una ópera por Alzedo? Esta partitura no aparece mencionada en ningún catálogo de Alzedo, ni siquiera en el listado de composiciones de Zegarra (que toma como referencia sus propias conversaciones con el compositor).
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La primera compañía de ópera italiana que llegó a Lima lo hizo en agosto de 1812, y funcionó por dos temporadas: la de Grifoni y Angelelli, donde el maestro de capilla de la Catedral (Andrés Bolognesi, padre del héroe de Arica) hizo de director orquestal. Como bien se puede leer en una carta de Angelelli que se conserva en la Biblioteca Nacional del Perú, la llegada de los operistas italianos (o “los líricos” como se les conoce habitualmente en el siglo), fue tremendamente impactante, una verdadera sorpresa, generando importantes ingresos económicos para el teatro y un importante revuelo cultural. Esto queda también reflejado en El Telégrafo de Lima, periódico del momento que tiene algunos artículos sobre cómo debiera comportarse el público en la ópera, un género al que no estaban para nada acostumbrados. Es imposible no pensar que Alzedo, con 24 años, no hubiese querido tomar parte de esta verdadera revolución musical en Lima, inspirado en los nuevos sonidos de Cimarosa y Paisiello y, por tanto, de las últimas novedades italianas.
La Cifra es meramente una introducción, la primera escena de la ópera, sobre un libreto original del gran Lorenzo da Ponte (sí, el mismo de Las Bodas de Fígaro y Don Giovanni de Mozart), para ser musicalizado originalmente en Viena por Antonio Salieri. El libreto fue traducido por Luciano Comella en Madrid para una producción de la ópera por la compañía de Luis Navarro, en 1799, y es en esta versión que Alzedo recibió el trabajo. ¿Cómo llegó el encargo a este dominico de ponerle música? ¿Escribió Alzedo la ópera completa? Preguntas todas difíciles de responder: una posibilidad es que Alzedo escribió la música para toda la ópera, por conexiones con el teatro (quizás, por ejemplo, con la actriz y cantante Rosa Merino, quien luego estrenara tanto su Himno Nacional como La Chicha), pero que solo sobreviviera la introducción. Otra posibilidad es que se pensó montar la obra como teatro, con solo algunos números cantados, para los que contribuyó la música Alzedo (una práctica común en la época).
Esta Cifra nos muestra a un Alzedo complejo, que vive como fraile, pero es al mismo tiempo capaz de involucrarse con otros espacios. ¿Cuánto más se habrá perdido, no solo de su música para teatro, sino quizás de canciones, música de banda, e incluso música religiosa? Es imposible decirlo, pero la aparición de La Cifra nos lleva a imaginar cuántas otras nuevas partituras podrían seguir apareciendo constantemente en nuestra región andina. Por ahora, esta partitura nos invita a pensar sobre el Alzedo que fue compositor del Himno Nacional mientras vivía aún como fraile, y ese giro tan espectacular del canto a lo divino hacia el canto patriótico, y la proclamación inmortal del Somos Libres que consagraría a Alzedo en la historia de la música latinoamericana.
La Cifra es meramente una introducción, la primera escena de la ópera, sobre un libreto original del gran Lorenzo da Ponte (sí, el mismo de Las Bodas de Fígaro y Don Giovanni de Mozart), para ser musicalizado originalmente en Viena por Antonio Salieri. El libreto fue traducido por Luciano Comella en Madrid para una producción de la ópera por la compañía de Luis Navarro, en 1799, y es en esta versión que Alzedo recibió el trabajo. ¿Cómo llegó el encargo a este dominico de ponerle música? ¿Escribió Alzedo la ópera completa? Preguntas todas difíciles de responder: una posibilidad es que Alzedo escribió la música para toda la ópera, por conexiones con el teatro (quizás, por ejemplo, con la actriz y cantante Rosa Merino, quien luego estrenara tanto su Himno Nacional como La Chicha), pero que solo sobreviviera la introducción. Otra posibilidad es que se pensó montar la obra como teatro, con solo algunos números cantados, para los que contribuyó la música Alzedo (una práctica común en la época).
Esta Cifra nos muestra a un Alzedo complejo, que vive como fraile, pero es al mismo tiempo capaz de involucrarse con otros espacios. ¿Cuánto más se habrá perdido, no solo de su música para teatro, sino quizás de canciones, música de banda, e incluso música religiosa? Es imposible decirlo, pero la aparición de La Cifra nos lleva a imaginar cuántas otras nuevas partituras podrían seguir apareciendo constantemente en nuestra región andina. Por ahora, esta partitura nos invita a pensar sobre el Alzedo que fue compositor del Himno Nacional mientras vivía aún como fraile, y ese giro tan espectacular del canto a lo divino hacia el canto patriótico, y la proclamación inmortal del Somos Libres que consagraría a Alzedo en la historia de la música latinoamericana.