Reflexiones finales
La historiografía sobre José Bernardo Alzedo ha deambulado por distintas aristas. Desde su labor religiosa (Sargent), su lugar nacional (Raygada), su condición de mulato (Rondón), su estatura latinoamericana (Stevenson) o su profesión de compositor (Izquierdo), es cierto que Alzedo es un músico de multiplicidades. Que se pueda hablar tanto y de modos tan distintos sobre él ya da cuenta, al mismo tiempo, de lo mucho que aún queda por desentrañar y estudiar. Pero quizás el mayor desaliento esté en la comparación entre lo que se ha estudiado del músico, y lo poco que se conoce su música. Personalmente, me he enamorado de algunas de sus obras, desde el Cántico de Moisés al Trisagio Solemne, de su Requiem a la gloriosa conclusión de su Misa en Fa mayor, la música de Alzedo está llena de sorpresas, momentos emotivos, y consideraciones creativas evidentemente personales.
Como todo ser humano, Alzedo tiene altos y bajos en su vida, sus ideas, y su capacidad creativa. Pero mirado desde lo alto, Alzedo es un músico completo para su tiempo, que dejó huella profunda donde pasó, según los códigos de su tiempo. Tendemos a despreciar la música sacra litúrgica del siglo XIX (solo interesa aquella personal y secular, como los Réquiem de Verdi o Brahms), y eso es un fenómeno global que no solo concierne a Alzedo. Pero la música del siglo XIX latinoamericano, y en particular de la primera mitad de este, es esencialmente religiosa, pues es lo que ha sobrevivido y es también la Iglesia el espacio donde la mayoría de los músicos importantes ocupaban su tiempo. Como ha señalado Manuel Campos Hazan, Alzedo debe ser instalado junto a músicos como Mariano Elízaga en México, o Francisco Manuel da Silva en Brazil, para entender su estatura. Y allí, en comparación con los grandes músicos religiosos del siglo XIX (incluyendo un Eslava en España o un Perosi en Italia), Alzedo podría ocupar un lugar de honor.
El camino para encontrar y ocupar tal lugar necesita hoy de intérpretes que se tomen en serio su música. Que aprendan a apreciar las soluciones armónicas de su Credo, o la ligereza de villancicos como De la Casa de David, o incluso el arrojo intempestivo de su obertura La Araucana. Y este es un problema mayor: primero debemos reencontrarnos con las colecciones de manuscritos, en especial aquella de la Biblioteca Nacional del Perú (la más importante), y luego poner en valor esta música no solo como patrimonio, no solo como un gesto patriótico, sino que como verdadera música de su época, de interés para los oyentes de hoy. Llegar a interpretar el Réquiem de Alzedo como lo hacemos con el de Mozart, su Miserere con la pasión que despertaba a sus colegas y al público de su propia generación, admirado de esta obra magna del compositor limeño. Y ese viaje, el del descubrimiento y la apreciación, toma tiempo; toma versiones, interpretaciones diversas, darle tiempo a cada obra, aprender a colorearla por la orquesta, entender el rol que ocupa cada instrumento y cada voz del coro, etc.
Hacer esto no es solo en pos de la música de Alzedo, sino de Alzedo como persona. Su rescate, su redescubrimiento más allá del inmortal Somos Libres, es también dar cuenta del encuentro con un músico que sufrió por llegar a donde llegó, que nunca tuvo el camino llano y fácil, que siempre -de un modo casi romántico- vio arrastrar sus momentos más felices por torpezas de los que lo rodeaban o piedras innecesarias del destino. Desde su nacimiento hasta sus últimos años en Lima, pasando por su matrimonio y sus aspiraciones profesionales, es innegable que la vida de Alzedo fue una difícil, marcada por el sacrificio y la decepción, en incontables ocasiones.
Pero Alzedo salió adelante. Logró llegar al puesto más importante para la música chilena, y siendo mulato, hijo no reconocido y peruano (categorías todas que lo ponían en difícil competencia). Logró publicar la obra más extensiva sobre música escrita en América Latina en el siglo XIX, y una de las más ambiciosas hasta el día de hoy. Logró ser recordado por dos naciones como uno de sus mayores músicos. Logró crear la canción nacional de su nación, siendo recordado y consagrado por generaciones posteriores. Alzedo, afroperuano y limeño, logró la admiración de sus pares en tiempo aún más difíciles que los nuestros. Por lo mismo, creo hoy solo cabe nuestra admiración, y el esfuerzo por construir las redes para que Alzedo sea no solo el autor del Himno Nacional, sino uno de los músicos peruanos realmente universales de todos los tiempos.
Como todo ser humano, Alzedo tiene altos y bajos en su vida, sus ideas, y su capacidad creativa. Pero mirado desde lo alto, Alzedo es un músico completo para su tiempo, que dejó huella profunda donde pasó, según los códigos de su tiempo. Tendemos a despreciar la música sacra litúrgica del siglo XIX (solo interesa aquella personal y secular, como los Réquiem de Verdi o Brahms), y eso es un fenómeno global que no solo concierne a Alzedo. Pero la música del siglo XIX latinoamericano, y en particular de la primera mitad de este, es esencialmente religiosa, pues es lo que ha sobrevivido y es también la Iglesia el espacio donde la mayoría de los músicos importantes ocupaban su tiempo. Como ha señalado Manuel Campos Hazan, Alzedo debe ser instalado junto a músicos como Mariano Elízaga en México, o Francisco Manuel da Silva en Brazil, para entender su estatura. Y allí, en comparación con los grandes músicos religiosos del siglo XIX (incluyendo un Eslava en España o un Perosi en Italia), Alzedo podría ocupar un lugar de honor.
El camino para encontrar y ocupar tal lugar necesita hoy de intérpretes que se tomen en serio su música. Que aprendan a apreciar las soluciones armónicas de su Credo, o la ligereza de villancicos como De la Casa de David, o incluso el arrojo intempestivo de su obertura La Araucana. Y este es un problema mayor: primero debemos reencontrarnos con las colecciones de manuscritos, en especial aquella de la Biblioteca Nacional del Perú (la más importante), y luego poner en valor esta música no solo como patrimonio, no solo como un gesto patriótico, sino que como verdadera música de su época, de interés para los oyentes de hoy. Llegar a interpretar el Réquiem de Alzedo como lo hacemos con el de Mozart, su Miserere con la pasión que despertaba a sus colegas y al público de su propia generación, admirado de esta obra magna del compositor limeño. Y ese viaje, el del descubrimiento y la apreciación, toma tiempo; toma versiones, interpretaciones diversas, darle tiempo a cada obra, aprender a colorearla por la orquesta, entender el rol que ocupa cada instrumento y cada voz del coro, etc.
Hacer esto no es solo en pos de la música de Alzedo, sino de Alzedo como persona. Su rescate, su redescubrimiento más allá del inmortal Somos Libres, es también dar cuenta del encuentro con un músico que sufrió por llegar a donde llegó, que nunca tuvo el camino llano y fácil, que siempre -de un modo casi romántico- vio arrastrar sus momentos más felices por torpezas de los que lo rodeaban o piedras innecesarias del destino. Desde su nacimiento hasta sus últimos años en Lima, pasando por su matrimonio y sus aspiraciones profesionales, es innegable que la vida de Alzedo fue una difícil, marcada por el sacrificio y la decepción, en incontables ocasiones.
Pero Alzedo salió adelante. Logró llegar al puesto más importante para la música chilena, y siendo mulato, hijo no reconocido y peruano (categorías todas que lo ponían en difícil competencia). Logró publicar la obra más extensiva sobre música escrita en América Latina en el siglo XIX, y una de las más ambiciosas hasta el día de hoy. Logró ser recordado por dos naciones como uno de sus mayores músicos. Logró crear la canción nacional de su nación, siendo recordado y consagrado por generaciones posteriores. Alzedo, afroperuano y limeño, logró la admiración de sus pares en tiempo aún más difíciles que los nuestros. Por lo mismo, creo hoy solo cabe nuestra admiración, y el esfuerzo por construir las redes para que Alzedo sea no solo el autor del Himno Nacional, sino uno de los músicos peruanos realmente universales de todos los tiempos.