III. Profesor y cantante
Alzedo vivió cuarenta años en Chile, entre 1823 y 1863. Prácticamente la mitad de su vida transcurrió en el país vecino, aunque el compositor, como veremos, sufría profundamente de la imposibilidad de volver a Perú, principalmente por la escases de ofertas laborales. Las primeras dos décadas en Chile, en particular, fueron especialmente oscuras, muchas veces marcadas por la desesperación personal y la falta de oportunidades. Frente a los éxitos cultivados en Lima, la canonización progresiva de su Himno Nacional y la popularidad rampante de La Chicha, Alzedo encontró poco apoyo en Chile, y todos los documentos parecen apuntar a un proceso de búsqueda laboral que no parecía conducir a ninguna parte durante muchísimos años. Hay tristeza en la voz de Alzedo en algunos documentos en este periodo, y sus dos intentos por regresar a Lima -pensando que alguna oferta de trabajo aparecería en su tierra natal- muestran que Perú no le fue tampoco una tierra especialmente favorable. Son décadas de crisis para la América entera, quebrada por un proceso de independencia que la alteró por completo, y para siempre.
Volvamos entonces a 1823: la gran victoria de Ayacucho aún no ha ocurrido, el Perú es aun peligrosamente español, y Alzedo aparece como una figura menor dentro de un ejército independentista muy disminuido y asfixiado por los costos de la guerra. Para Alzedo, su viaje a Chile como soldado le implica también iniciarse en aquel nuevo país como músico ya no religioso ni teatral, sino que en el mundo militar. El historiador Eugenio Pereira Salas confirma que en julio de 1824 Alzedo está siendo pagado para realizar música en el Palacio Presidencial en su calidad de Músico Mayor. El batallón N°4, del que forma parte, comenzará la campaña de Chiloé (último bastión del imperio español en la América del Sur), y tras la victoria en el sur será desbandado, en 1826, sin mayor sentido político ni militar en este nuevo mundo que emergía.
Volvamos entonces a 1823: la gran victoria de Ayacucho aún no ha ocurrido, el Perú es aun peligrosamente español, y Alzedo aparece como una figura menor dentro de un ejército independentista muy disminuido y asfixiado por los costos de la guerra. Para Alzedo, su viaje a Chile como soldado le implica también iniciarse en aquel nuevo país como músico ya no religioso ni teatral, sino que en el mundo militar. El historiador Eugenio Pereira Salas confirma que en julio de 1824 Alzedo está siendo pagado para realizar música en el Palacio Presidencial en su calidad de Músico Mayor. El batallón N°4, del que forma parte, comenzará la campaña de Chiloé (último bastión del imperio español en la América del Sur), y tras la victoria en el sur será desbandado, en 1826, sin mayor sentido político ni militar en este nuevo mundo que emergía.
La leyenda historiográfica dice que Alzedo vivió estos años solicitado como músico en Santiago, pero no he encontrado mayores documentos al respecto. Más bien al contrario: en todos los eventos importantes de la música chilena de entonces (Sociedad Filarmónica, primeros conciertos con músicos extranjeros, las tertulias en casa de la cantante española y compositora Isidora Zegers), el nombre de Alzedo jamás aparece mencionado, como si lo hacen otros músicos del periodo cercanos a él. Ahora, no debemos por esto suponer que Alzedo no participó de estas instancias: de hecho, lo más probable es que estuviera en cada uno de esos conciertos.
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Creo que la razón por la que Alzedo no logra instalarse en este nuevo movimiento musical, sin embargo, tiene que ver con su propia educación y práctica: no fue entrenado como intérprete, la principal fuente laboral para un músico de entonces. Alzedo no era violinista, ni pianista, ni podía entonces sumarse a orquestas de teatro o de baile. Su entrenamiento era teórico, dentro de la iglesia, como compositor, y su registro la voz de cantante bajo. Seguro podría haber enseñado instrumentos como profesor privado, pero no tenía el nivel requerido para tocar como solista o dentro de una orquesta. De hecho, años más tarde, cuando finalmente Alzedo consiguió trabajo en la catedral de Santiago, Alzedo ingresó al coro como voz de bajo. Su formación lo preparó para servir como músico y fraile en un convento, no para el libre mercado musical que se comenzó a dar en el Pacífico Sur hacia los 1820, con la crisis económica de la música en las instituciones católicas y una nueva concepción liberal y republicana de la actividad musical, focalizada en el salón y la ópera.
El cómo Alzedo se visualiza a sí mismo, y cómo otros lo ven, es bastante explícito en su primer retorno a Perú, en el verano de 1829. Alzedo, recién cumplidos sus cuarenta años, regresa al Callao en el bergantín “Joven Teresa”. En aquellos años, antes del vapor, un viaje a Lima podía tomar semanas, y como bien retrató Felipe Pardo y Aliaga en su famoso cuento “Un viaje”, para muchos chilenos y peruanos el cruzar de un puerto a otro por el Pacífico significaba el viaje de una vida, una verdadera travesía y una aventura. El Joven Teresa, según el Calendario y guía de forasteros de Lima de 1833, era un velero relativamente importante, de 287 toneladas, el más grande de los matriculados en el Callao en aquellas fechas. Al llegar a Lima, se publica en El Mercurio Peruano un aviso dando cuenta de su llegada e intenciones en el Perú:
El cómo Alzedo se visualiza a sí mismo, y cómo otros lo ven, es bastante explícito en su primer retorno a Perú, en el verano de 1829. Alzedo, recién cumplidos sus cuarenta años, regresa al Callao en el bergantín “Joven Teresa”. En aquellos años, antes del vapor, un viaje a Lima podía tomar semanas, y como bien retrató Felipe Pardo y Aliaga en su famoso cuento “Un viaje”, para muchos chilenos y peruanos el cruzar de un puerto a otro por el Pacífico significaba el viaje de una vida, una verdadera travesía y una aventura. El Joven Teresa, según el Calendario y guía de forasteros de Lima de 1833, era un velero relativamente importante, de 287 toneladas, el más grande de los matriculados en el Callao en aquellas fechas. Al llegar a Lima, se publica en El Mercurio Peruano un aviso dando cuenta de su llegada e intenciones en el Perú:
El profesor de música don José Bernardo Alzedo ha regresado a Lima, procedente de la capital de Chile; en donde ha criado discípulas, y escrito obras que acreditan sus avanzados conocimientos. Ofrece sus servicios bajo las facultades de piano, canto, y contrapunto; a cuyo efecto trae los mejores elementos en métodos doctrinales de los más acreditados autores de Europa, tanto para la enseñanza mutua, como para la particular. Las personas que se dignen ocuparlo podrán verlo en la tienda platería N°93, frente al callejón de Petateros; o en la botica calle de Boza. Un discípulo del enunciado.
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Hay bastante información que podemos extraer de esta comunicación. Lo primero es que no la publica Alzedo sino que, en un gesto publicitario, lo hace un “discípulo”, de identidad desconocida. En esta carta Alzedo se vislumbra ya con varias de las claves que lo transformarán en un músico tan particular durante el siglo XIX: si bien ofrece actividades prácticas (en piano y canto), agrega a sus habilidades la intrigante enseñanza del contrapunto, un área escolástica y compleja de la creación musical que sin duda poco atractivo podía tener para el perfil habitual de estudiante privado en la época (su gran mayoría señoritas casamenteras de sociedad). Habla la nota de su cercanía con nuevos métodos de enseñanza europeos, y es cierto que durante su vida Alzedo siempre se mantuvo al tanto de todo lo nuevo sobre música que se publicaba en Perú y el exterior. Pero, aunque atractivo, es evidente que este aviso representa el ofrecimiento de un músico teórico, que pese a “haber criado discípulas”, se distingue preferentemente por haber “escrito obras”, por “sus avanzados conocimientos”. No es, sin lugar a duda, el aviso de un músico práctico, y este perfil, como he señalado, afectará sus posibilidades laborales.
Sin embargo, y a un mismo tiempo, ese perfil también irá conformando su enorme prestigio entre pares en la región. José Zapiola, amigo y colega, dice en sus memorias que “[en] 1823 llegó a Chile don Bernardo Alcedo, artista peruano, decimos mal, profesor científico.” No hay mejor descripción de Alzedo que esta: antes que artista, “profesor científico”, tal como él mismo se revelará en su Filosofía de la Música.
Sin embargo, y a un mismo tiempo, ese perfil también irá conformando su enorme prestigio entre pares en la región. José Zapiola, amigo y colega, dice en sus memorias que “[en] 1823 llegó a Chile don Bernardo Alcedo, artista peruano, decimos mal, profesor científico.” No hay mejor descripción de Alzedo que esta: antes que artista, “profesor científico”, tal como él mismo se revelará en su Filosofía de la Música.
Esta imagen de Alzedo se ve reforzada con una sabrosa anécdota inédita de estos años de su primer viaje a Lima: en el Mercurio Peruano de entonces se narra como Alzedo retó a duelo musical a Julián Carabayllo, violinista y arreglista en el Coliseo de Lima. La historia la cuenta un crítico de Carabayllo, para demostrar la poca habilidad de éste. Al parecer, Carabayllo se encontraba públicamente atacando a algunos músicos y por eso Alzedo, quien podría ser “su maestro cuatro veces […] después de una larga discusión acerca del ramo de música y metodismo desafió al practicón del señor Carabayllo a una composición de música: ¿Por qué no lo hizo si tenía tantos conocimientos y sufrió la vergüenza rostro a rostro de que se le dijese su ineptitud como es público y notorio?"
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Aquí hay varios detalles importantes: Alzedo aparece como opuesto a un "practicón", esto es, como no alguien que toca música, sino que la crea y la piensa. También, por cierto, como un maestro reconocido, dado que el escritor lo pone como autoridad reconocida en la materia, que los lectores identificarían inmediatamente. Por último, lo sitúa a Alzedo en oposición a un "aficionado", esto es, como un músico profesional que puede medirse por sus conocimientos. Esta referencia es, en mi opinión, tremendamente importante para entender la carrera de Alzedo, una demostración clara de aquella dicotomía entre pocas oportunidades laborales y un profundo respeto por sus pares a sus conocimientos poco prácticos. Una diferencia abismal entre el prestigio y la función de sus habilidades.
Como él mismo se daría cuenta, el único espacio para un músico de este tipo, en América Latina, era el de maestro de capilla: creador, teórico y organizador antes que intérprete y ejecutante de la música de otros. Pero las grandes catedrales de la América colonial se encontraban, en su mayoría, en crisis. La Catedral de Lima, de hecho, perdería su orquesta y su enorme preponderancia en la música de América unos pocos años más tarde, en 1838, sumida por una crisis económica, litúrgica y estética evidente. Que los dos grandes maestros de la música peruana de aquel tiempo (José Bernardo Alzedo y Pedro Ximénez Abrill) terminaran siendo maestros de capilla en países vecinos, donde el fomento musical dentro de una catedral era parte de la construcción de prestigio de nuevas naciones, dice mucho de los cambios producidos por la crisis de la independencia para estos oficios.
No sabemos cuánto tiempo estuvo Alzedo en Lima en este primer viaje, pero evidentemente sus proyecciones de conseguir trabajo allí no fructificaron. Regresó a Chile al poco tiempo, y siguió buscando trabajo principalmente como profesor de música privado. Sabemos que fue profesor, por ejemplo, en el afamado colegio Versin de Santiago. Según estudios de Sol Serrano, este era uno de los cinco colegios de mujeres en Santiago, dos de los cuáles (los más afamados), eran regidos por familias francesas. Los Versin, según Fernando Campos, eran una pareja de francés y porteña provenientes de Buenos Aires, y que por su calidad pedagógica se encumbró como el más prestigioso del Chile central. La señora Versin falleció en 1832, y en septiembre de aquel año el cuerpo docente es despedido, algunos profesores pasando a formar parte del plantel del colegio privado de una señora Valenzuela. Alzedo, nuevamente en una situación laboral precaria, desaparece del mapa, hasta que decide postular como cantante a la Catedral de Santiago dos años más tarde.
La Catedral recibió la postulación de Alzedo para que “se le acomode en la voz de Bajo” en octubre de 1834. Después de años en búsqueda, Alzedo finalmente conseguía un puesto estable de trabajo, aunque no uno del mayor mérito. El sueldo de un cantante no era gran cosa, menos aún en la voz de bajo, y me parece evidente que no era suficiente para costear la vida del músico, probablemente apoyada por otros ingresos desde las clases privadas en la ciudad de Santiago. Aun así, este salto decretaría una posibilidad de instalarse en Chile, que Alzedo aprovecharía para progresivamente ir ocupando un lugar de influencia en la música de su país adoptivo.
Un año más tarde, por ejemplo, Alzedo aparece mencionado entre aquellos ciudadanos de Santiago que ofrecieron su apoyo económico a los “pueblos del sur”, las ciudades destruidas por un reciente terremoto, entregando cuatro pesos al esfuerzo nacional. En 1837, cuando ocurre el asesinato de Diego Portales -primer ministro de Chile-, Alzedo es quien corre a casa de su amigo José Zapiola a contarle la trágica noticia; Zapiola (probablemente estudiante y no solo colega de Alzedo) luego compondría el Réquiem para el político chileno. El mismo Zapiola en sus memorias cuenta, además, que para entonces Alzedo había logrado entablar amistad con varios miembros importantes de la sociedad santiaguina, especialmente de círculos ilustrados, como -por ejemplo- José Miguel Infante, importante político y patriota chileno.
Como él mismo se daría cuenta, el único espacio para un músico de este tipo, en América Latina, era el de maestro de capilla: creador, teórico y organizador antes que intérprete y ejecutante de la música de otros. Pero las grandes catedrales de la América colonial se encontraban, en su mayoría, en crisis. La Catedral de Lima, de hecho, perdería su orquesta y su enorme preponderancia en la música de América unos pocos años más tarde, en 1838, sumida por una crisis económica, litúrgica y estética evidente. Que los dos grandes maestros de la música peruana de aquel tiempo (José Bernardo Alzedo y Pedro Ximénez Abrill) terminaran siendo maestros de capilla en países vecinos, donde el fomento musical dentro de una catedral era parte de la construcción de prestigio de nuevas naciones, dice mucho de los cambios producidos por la crisis de la independencia para estos oficios.
No sabemos cuánto tiempo estuvo Alzedo en Lima en este primer viaje, pero evidentemente sus proyecciones de conseguir trabajo allí no fructificaron. Regresó a Chile al poco tiempo, y siguió buscando trabajo principalmente como profesor de música privado. Sabemos que fue profesor, por ejemplo, en el afamado colegio Versin de Santiago. Según estudios de Sol Serrano, este era uno de los cinco colegios de mujeres en Santiago, dos de los cuáles (los más afamados), eran regidos por familias francesas. Los Versin, según Fernando Campos, eran una pareja de francés y porteña provenientes de Buenos Aires, y que por su calidad pedagógica se encumbró como el más prestigioso del Chile central. La señora Versin falleció en 1832, y en septiembre de aquel año el cuerpo docente es despedido, algunos profesores pasando a formar parte del plantel del colegio privado de una señora Valenzuela. Alzedo, nuevamente en una situación laboral precaria, desaparece del mapa, hasta que decide postular como cantante a la Catedral de Santiago dos años más tarde.
La Catedral recibió la postulación de Alzedo para que “se le acomode en la voz de Bajo” en octubre de 1834. Después de años en búsqueda, Alzedo finalmente conseguía un puesto estable de trabajo, aunque no uno del mayor mérito. El sueldo de un cantante no era gran cosa, menos aún en la voz de bajo, y me parece evidente que no era suficiente para costear la vida del músico, probablemente apoyada por otros ingresos desde las clases privadas en la ciudad de Santiago. Aun así, este salto decretaría una posibilidad de instalarse en Chile, que Alzedo aprovecharía para progresivamente ir ocupando un lugar de influencia en la música de su país adoptivo.
Un año más tarde, por ejemplo, Alzedo aparece mencionado entre aquellos ciudadanos de Santiago que ofrecieron su apoyo económico a los “pueblos del sur”, las ciudades destruidas por un reciente terremoto, entregando cuatro pesos al esfuerzo nacional. En 1837, cuando ocurre el asesinato de Diego Portales -primer ministro de Chile-, Alzedo es quien corre a casa de su amigo José Zapiola a contarle la trágica noticia; Zapiola (probablemente estudiante y no solo colega de Alzedo) luego compondría el Réquiem para el político chileno. El mismo Zapiola en sus memorias cuenta, además, que para entonces Alzedo había logrado entablar amistad con varios miembros importantes de la sociedad santiaguina, especialmente de círculos ilustrados, como -por ejemplo- José Miguel Infante, importante político y patriota chileno.
El centro de su vida musical, sin embargo, estaba en la Catedral de Santiago. La capilla de la misma, en aquel entonces, funcionaba más o menos del mismo modo en que había funcionado en el último medio siglo. De hecho, su maestro de capilla, José Antonio González, había entrado como seise -o niño cantor- al servicio de aquel templo a fines del siglo XVIII, asumiendo como segundo organista en 1803 y primer organista en 1806. El conjunto de músicos incluía organistas, cuerdas, algunos vientos y un coro, además de seis niños cantantes (los “seises”) para realizar la voz de soprano, dada la prohibición, por parte de la Iglesia Católica, de incluir a mujeres cantantes en los coros de iglesia. No era el templo con la música más vistosa o las festividades más espectaculares de la ciudad (ese rol lo tenía la desaparecida Iglesia de la Compañía, una cuadra más abajo por la calle homónima), pero por su creciente rol como Catedral Metropolitana, cumplía con ser el edificio central y simbólico de la Iglesia Católica en Chile, como lo sigue siendo.
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Pero, a diferencia de Lima, la música en la Catedral de Santiago iba en auge. Chile, una nación nueva en los 1830, veía con buenos ojos el surgimiento de una vida cultural y litúrgica que representara su nuevo estatus, y la música catedralicia, antes que hundirse en este nuevo periodo, vivió un auge potenciado por el apoyo económico desde el Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción. En 1836 (dos años después de ingresado Alzedo a la capilla), el gobierno de Chile solicitaba a Roma la transformación del Obispado de Santiago en un Arzobispado. Como parte de este proceso, se dio un trabajo de renovación que implicó la contratación de varios músicos europeos (cuatro, incluyendo Enrique Maffei y Henry Lanza, sobre quienes volveré) y un “plan de arreglo”.
Es dable pensar que Alzedo vivió dificultades importantes durante los años en que Henry Lanza sirvió de maestro de capilla. Claramente tenían conflictos personales y visiones estéticas y profesionales muy distintas. Lanza venía de una familia de cantantes napolitanos, era mucho menor que Alzedo, habiendo nacido en Londres -donde su papá fue uno de los más reputados profesores de canto- en 1810. Lanza ha sido reflejado por la bibliografía como un músico holgazán, pendenciero y que ponía al teatro en primer lugar antes que a su iglesia, pero esto debemos matizarlo con sus propias críticas: que la Catedral daba muy poco espacio a la creación propia y la modernización de la vida musical.
Lanza prefirió priorizar su carrera como cantante, sobre todo luego de la llegada de la compañía Pantanelli a Chile, en 1844, con quienes siguió trabajando por muchos años. Las miradas sobre lo que debía ser una capilla de música entre este tenor lírico francés y un fraile limeño eran evidentemente opuestas. Alzedo criticaría años más tarde en su Filosofía la fijación de los músicos de ópera por el “placer del oído”, antes que por un esfuerzo narrativo o la complejidad musical del trabajo compositivo. Lanza, por su parte, sometió a la capilla a un radical cambio, utilizándola como vehículo para sus propios gustos musicales. Una y otra vez se le reclamó que contrataba músicos de la ópera sin pedir permiso, o que se excedía del presupuesto. Lanza propuso en 1843 un nuevo “plan de arreglo” de la capilla en que Alzedo es uno de los pocos músicos que no firmaron en apoyo.
Es dable pensar que Alzedo vivió dificultades importantes durante los años en que Henry Lanza sirvió de maestro de capilla. Claramente tenían conflictos personales y visiones estéticas y profesionales muy distintas. Lanza venía de una familia de cantantes napolitanos, era mucho menor que Alzedo, habiendo nacido en Londres -donde su papá fue uno de los más reputados profesores de canto- en 1810. Lanza ha sido reflejado por la bibliografía como un músico holgazán, pendenciero y que ponía al teatro en primer lugar antes que a su iglesia, pero esto debemos matizarlo con sus propias críticas: que la Catedral daba muy poco espacio a la creación propia y la modernización de la vida musical.
Lanza prefirió priorizar su carrera como cantante, sobre todo luego de la llegada de la compañía Pantanelli a Chile, en 1844, con quienes siguió trabajando por muchos años. Las miradas sobre lo que debía ser una capilla de música entre este tenor lírico francés y un fraile limeño eran evidentemente opuestas. Alzedo criticaría años más tarde en su Filosofía la fijación de los músicos de ópera por el “placer del oído”, antes que por un esfuerzo narrativo o la complejidad musical del trabajo compositivo. Lanza, por su parte, sometió a la capilla a un radical cambio, utilizándola como vehículo para sus propios gustos musicales. Una y otra vez se le reclamó que contrataba músicos de la ópera sin pedir permiso, o que se excedía del presupuesto. Lanza propuso en 1843 un nuevo “plan de arreglo” de la capilla en que Alzedo es uno de los pocos músicos que no firmaron en apoyo.
Quizás frustrado con la situación de ambiente laboral con Lanza, Alzedo decide arriesgarse en un nuevo viaje a Lima, en el verano de 1841, acompañado de su amigo José Zapiola e Isabel y Juana Zea. Zapiola, clarinetista, alcanzó gran fama en sus giras a Lima en la década de 1840, seguramente introducido en aquella primera ocasión al mundo musical por el mismo amigo Alzedo, y Manuel Atanasio Fuentes, en su Estadística General de Lima de 1858 no dudo en decir que “hemos tenido [en Lima], aunque raras veces, artistas de un eminente talento y de alta reputación. Tales han sido el célebre pianista y compositor Herz, el violinista Sivori, y el tocador de clarinete Zapiola”. Al poco tiempo de llegar de regreso a su ciudad natal, Alzedo publica un largo artículo, bastante más personal en tono y contenido que el de 1829, definiendo su proyecto de retorno:
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"Respetable público: con el mayor placer me hago el honor de anunciar mi regreso al pueblo de mi nacimiento. Doce años de separación habrían sido suficientes a borrarme de vuestra memoria, y hacerme trepidar en mi vuelta a no haber dejado en el país tantos motivos de acuerdo. […] El canto llano era desconocido en aquel país de mi adopción; y hoy las comunidades religiosas lo ejecutan con destreza; y el Dios de las alturas es alabado con sabiduría […] Si vuestra bondad es digna de ocuparme, en la calle Plateros, frente al callejón de Petateros, tienda número 222 de don José Izquierdo, se me podrá dar aviso o cita del lugar donde debo dirigirme”. |
Más allá del caprichoso alcance de nombres con este autor, el texto contribuye con fuerza a construirse una mejor imagen de lo que Alzedo buscaba al regresar “al pueblo de mi nacimiento”. Alzedo escribe como si ya no fuera a volver a Chile, como de un regreso definitivo. Habla con convicción de un lugar que “siempre recordaré con agrado”, el que “me abrió un campo franco al despliegue de mis cortos talentos”. Esta carta, a diferencia de la anterior (en 1829), no es una mera propuesta laboral, sino que una confesión de un hijo ilustre que anuncia su regreso. Pero sabemos, también, que solo dos meses más tarde estaba tomando el famoso vapor “Perú” de la Compañía Inglesa de Navegación en el Pacífico, el primero en la región: un viaje de solo ocho días entre Callo y Valparaíso. Alzedo regresó a Chile con “dos señoras y una niña”, las dos señoras siendo Juana Rojas (futura esposa del compositor) e Isabel, probablemente hermana de la primera, con la hija o una hermana de alguna de las dos. Alzedo no volvería al Perú hasta más de dos décadas más tarde, en 1863, ya cumplidos sus setenta años.
¿Qué llevó al fracaso de la expedición a Lima? Una de las pocas cartas personales de Alzedo que se conservan, nos adentra en aquel proceso, al menos desde la perspectiva del compositor. La carta se conserva en luna colección privada en Estados Unidos. Por su enorme valor documental, siendo la única carta de tipo personal del compositor que se conserva, y por no estar disponible públicamente, puede encontrarse aquí en forma completa. Alzedo se la envió a Javier Mariátegui (1792 – 1884), político peruano, colaborador directo de San Martín y fiscal de la Corte Suprema, en 1846, y muchas de sus ideas son muy potentes para entender al compositor: "son otros tantos motivos que aumentan la tristeza de mi corazón al verme separado de la atmosfera en que vi la primera luz donde solamente puede prolongar sus días el que nació en ella" y la explicación central de su viaje:
siendo ministro del Señor Gamarra me remitió una mota de su mano que aún conservo, llamándome a posesionarme de lo que me había ofrecido; y yo deseoso de habitar mi país y serle útil en un tiempo en que, a decir verdad, no hay un solo musico de capacidad, emprendí mi viaje abandonando cuanto aquí formaba una buena base de mi subsistencia. Mas como a mi llegada [ya] había acontecido la asonada del Sor. Vivanco, me hallé sin e[l] Gral. Castilla en Lima y menos en el ministerio; pero viéndome con su Señora en el Callao quien me notició de todo al mismo momento de mi desembarco me aseguró también que por su conducto le [podría] poner una nota que sería contestada antes de un mes, como en efecto le escribí y jamás me contestó. Viéndome yo en un aislamiento tal, ocurrí al Presidente Gamarra para que en fe de las cartas credenciales de su ex – ministro y amigo me pusiese en posesión de los destinos a que había sido llamado; pero este (según supe posteriormente) poniéndose al lado de los empeños de las Operistas que hicieron valer su influencia a favor de uno de la misma compañía me dijo, que, no habiendo ido yo por una contrata sino por una carta, no podía cumplirme nada. Así despidió el Gral. Gamarra a un artista del país, que sirvió en la guerra de la independencia con su persona y sus pobres talentos y que podía servirle con ventajas sobre su agraciado.
¿Qué llevó al fracaso de la expedición a Lima? Una de las pocas cartas personales de Alzedo que se conservan, nos adentra en aquel proceso, al menos desde la perspectiva del compositor. La carta se conserva en luna colección privada en Estados Unidos. Por su enorme valor documental, siendo la única carta de tipo personal del compositor que se conserva, y por no estar disponible públicamente, puede encontrarse aquí en forma completa. Alzedo se la envió a Javier Mariátegui (1792 – 1884), político peruano, colaborador directo de San Martín y fiscal de la Corte Suprema, en 1846, y muchas de sus ideas son muy potentes para entender al compositor: "son otros tantos motivos que aumentan la tristeza de mi corazón al verme separado de la atmosfera en que vi la primera luz donde solamente puede prolongar sus días el que nació en ella" y la explicación central de su viaje:
siendo ministro del Señor Gamarra me remitió una mota de su mano que aún conservo, llamándome a posesionarme de lo que me había ofrecido; y yo deseoso de habitar mi país y serle útil en un tiempo en que, a decir verdad, no hay un solo musico de capacidad, emprendí mi viaje abandonando cuanto aquí formaba una buena base de mi subsistencia. Mas como a mi llegada [ya] había acontecido la asonada del Sor. Vivanco, me hallé sin e[l] Gral. Castilla en Lima y menos en el ministerio; pero viéndome con su Señora en el Callao quien me notició de todo al mismo momento de mi desembarco me aseguró también que por su conducto le [podría] poner una nota que sería contestada antes de un mes, como en efecto le escribí y jamás me contestó. Viéndome yo en un aislamiento tal, ocurrí al Presidente Gamarra para que en fe de las cartas credenciales de su ex – ministro y amigo me pusiese en posesión de los destinos a que había sido llamado; pero este (según supe posteriormente) poniéndose al lado de los empeños de las Operistas que hicieron valer su influencia a favor de uno de la misma compañía me dijo, que, no habiendo ido yo por una contrata sino por una carta, no podía cumplirme nada. Así despidió el Gral. Gamarra a un artista del país, que sirvió en la guerra de la independencia con su persona y sus pobres talentos y que podía servirle con ventajas sobre su agraciado.
La carta de Alzedo, sentida y llena de ideas y reflexiones sobre su vida, muestra a un compositor herido, “extranjero en mi Patria”, “no tener de qué vivir”, “volverme derramando lágrimas”, “mi salud se devasta rápidamente”, “cuánto pesará todo esto sobre el alma de un hombre pensador”, son todas frases que golpean pensando el lugar de Alzedo en la música de su tiempo. Y aun así, hay dos obras importantes que aparecen mencionadas inesperadamente en esta carta: la primera es un himno perdido a Gamarra, quizás transcripción o un cambio de letra de alguna pieza previa. Durante toda su vida, Alzedo tratará de abrir puertas mediante el antiguo sistema de dedicatorias, desde los evidentes gestos musicales a San Martín en el Himno Nacional, hasta las canciones políticas que escribirá en los 1860, pasando por gestos a presidentes, empresarios y sacerdotes.
Lo segundo, y más relevante, es el anuncio que hace Alzedo sobre lo que llegaría a ser su Filosofía Elemental de la Música, la “obra didáctica que hace seis años trabajo con el objeto de formar en mi patria músicos sabios en su profesión”. Esto es, Alzedo ya en 1840 había comenzado a escribir el libro que publicaría en 1869, y algunas de las descripciones que usa en esta carta hablan directamente de un proyecto que le tomaría más de veinte años: hablar de historia desde los griegos y egipcios; hacer un libro erudito, con análisis y ejemplos; resolver cuestiones nuevas de la “ciencia” de la música. Robert Stevenson, el célebre musicólogo, llegará a decir que la Filosofía de Alzedo es el libro más importante sobre música escrito en América en el siglo XIX, y tal elogio tiene completo sentido si pensamos el enorme esfuerzo mental que implicó aquella monumental Filosofía que reseñaré más adelante.
Lo segundo, y más relevante, es el anuncio que hace Alzedo sobre lo que llegaría a ser su Filosofía Elemental de la Música, la “obra didáctica que hace seis años trabajo con el objeto de formar en mi patria músicos sabios en su profesión”. Esto es, Alzedo ya en 1840 había comenzado a escribir el libro que publicaría en 1869, y algunas de las descripciones que usa en esta carta hablan directamente de un proyecto que le tomaría más de veinte años: hablar de historia desde los griegos y egipcios; hacer un libro erudito, con análisis y ejemplos; resolver cuestiones nuevas de la “ciencia” de la música. Robert Stevenson, el célebre musicólogo, llegará a decir que la Filosofía de Alzedo es el libro más importante sobre música escrito en América en el siglo XIX, y tal elogio tiene completo sentido si pensamos el enorme esfuerzo mental que implicó aquella monumental Filosofía que reseñaré más adelante.
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Alzedo, por tanto, regresa Chile con enormes frustraciones, y sin logros significativos en Lima, su ciudad natal y amada. El compositor dejó, antes de partir, una de sus más importantes obras para ser estrenada en Lima: la obertura La Araucana, su única obra orquestal que sobrevive. La obra fue anunciada en El Comercio de Lima para la función del 9 de junio de 1842, como obertura orquestal a una obra de teatro, Rita la Española o El Solitario Kirbán. Sabemos que se trata de la misma La Araucana que sobrevive en manuscrito porque el señero periódico lo sugiere: “Composición de un célebre músico peruano existente en la República de Chile”. Por qué no se usa el nombre de Alzedo, y porqué Alzedo la dejó o envió para ser interpretada en Lima luego de partir de regreso a Chile, queda para investigaciones posteriores, aunque quizás nunca lo sabremos.
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Como fuera, no era la de Alzedo ni la primera ni la última de las oberturas estrenadas en Lima en esos años por compositores peruanos. Al contrario; dada la falta de conciertos públicos, pero la pervivencia de orquestas -pequeñas- en teatros para acompañar con música de introducción o de intermedio, el escribir oberturas permitía a los músicos estrenar sus propias obras, en lugar de las provenientes de Europa. Rara vez la obertura tenía como tópico la obra teatral posterior. Sabemos, por ejemplo, que el maestro de Alzedo, Cipriano Aguilar, estrenó unas cuantas en este periodo, sin título. En 1831 Manuel Bañón, quien tenía su propia Academia de Música y escribió la célebre Marcha de Uchumayo, estrenó su propia obertura La Americana. En 1838, Pedro Zavala le sigue con, por ejemplo, La Limeña, que se conserva en archivos venezolanos.
La Araucana está inspirada por el poema homónimo, escrito por Alonso de Ercilla en el siglo XVI, celebrado por Cervantes y que narra las luchas del pueblo mapuche (o “araucanos”) contra la invasión de España, y la vida y muerte de algunos de sus mayores líderes. Alzedo creía que la obertura es siempre “una indicación del carácter moral de la historia”, antes que un potpurrí de los mejores momentos de la obra, y por tanto podemos intentar escuchar La Araucana entendiendo los valores simbólicos del poema épico puestos en música. La obra se inicia con un ágil Allegro Spiritoso, una sección repetida varias veces en forma dramática mostrando una cadencia conocida como “frigia” o andaluza, muy de tipo español, probablemente como representación de la invasión de los conquistadores. Le sigue, como parte de la introducción, un Larguetto, una sección más lenta y lírica para solos de violín, trompeta y clarinete, acompañados por las cuerdas; una representación, creo, de una imagen bucólica de la América antes de la amenaza de la invasión española.
Estas dos imágenes, la violencia militar española y el lirismo bucólico indígena, serán las contrapartes que articulan el Allegro central de la obra, donde Alzedo demuestra todo su oficio e imaginación. El contraste es permanente, entre guerra y paz, y es representado musicalmente con abundantes usos de sonidos militares; progresivamente, vamos notando como el violín solo (antes bucólico), decide tomar también las armas militares, generándose un choque enorme entre ambas ideas, desarrollado en una larga Coda final donde las escalas que comenzaron la obra parecen transformadas por la armonía, como un encuentro entre dos mundos, percepción que corresponde a las ideas de identidad chilenas hacia 1840. Lo más llamativo es como Alzedo desarrolla ese choque, en dos ocasiones, que es utilizando un crescendo alla Rossini, la figura musical más asociada al célebre compositor italiano y el sonido operático de la época. Se trata de una sección musical que, cada vez que se repite, añade nuevos instrumentos, aumentándose así el volumen de manera sistemática.
¿Por qué Rossini? Alzedo lo señalará claramente en más de una ocasión. Alzedo debió conocer a Rossini, como muchos chilenos, de la mano de Isidora Zegers en la década de 1820. La cantante y salonniere había estudiado tal repertorio en Europa y lo popularizó entre la elite chilena, así como entre los músicos profesionales del país. En la segunda mitad de la década de 1820 Rossini se volvió cada vez más popular, con arias u oberturas apareciendo en programas de concierto, y en 1830 la primera compañía de ópera italiana llegó a Valparaíso, instalando finalmente la pasión por este músico y la ópera escenificada en el país, con las voces de Teresa Schieroni y Domingo Pizzoni (los mismos que llegarían a Lima un año más tarde con igual repertorio).
En su Filosofía Alzedo será muy claro en su pasión por la música de Rossini: “Examinando el curso de la música desde Palestrina, regulador del bárbaro contrapunto gótico, hasta Haydn, y desde éste hasta Rossini, héroe de nuestro siglo, hallaremos una serie de estilos sucesivamente progresivos”. Esto es, para nuestro músico, Rossini es realmente el centro de la historia de la música, y en otra sección del mismo libro llegará aún más lejos:
"El siglo XIX, cuya vigorosa influencia ha fecundado con asombro la mayor parte de las ciencias y las artes […] pudiera apellidarse, el áureo-musical por sus progresos. Jamás se contó un número tan abundante de distinguidos luminares que, siguiendo la brillante huella del astro revolucionario, no obstante girar cada uno dentro la órbita singular de su propio estilo, parece que todos juntos se dejan ver como diversas modificaciones de Rossini; o que éste difunde su espíritu en diferentes transformaciones, embelleciendo las ideas de cada compositor; o que éstos se empeñan en regenerar y eternizar la existencia moral de su primer luminar".
La Araucana está inspirada por el poema homónimo, escrito por Alonso de Ercilla en el siglo XVI, celebrado por Cervantes y que narra las luchas del pueblo mapuche (o “araucanos”) contra la invasión de España, y la vida y muerte de algunos de sus mayores líderes. Alzedo creía que la obertura es siempre “una indicación del carácter moral de la historia”, antes que un potpurrí de los mejores momentos de la obra, y por tanto podemos intentar escuchar La Araucana entendiendo los valores simbólicos del poema épico puestos en música. La obra se inicia con un ágil Allegro Spiritoso, una sección repetida varias veces en forma dramática mostrando una cadencia conocida como “frigia” o andaluza, muy de tipo español, probablemente como representación de la invasión de los conquistadores. Le sigue, como parte de la introducción, un Larguetto, una sección más lenta y lírica para solos de violín, trompeta y clarinete, acompañados por las cuerdas; una representación, creo, de una imagen bucólica de la América antes de la amenaza de la invasión española.
Estas dos imágenes, la violencia militar española y el lirismo bucólico indígena, serán las contrapartes que articulan el Allegro central de la obra, donde Alzedo demuestra todo su oficio e imaginación. El contraste es permanente, entre guerra y paz, y es representado musicalmente con abundantes usos de sonidos militares; progresivamente, vamos notando como el violín solo (antes bucólico), decide tomar también las armas militares, generándose un choque enorme entre ambas ideas, desarrollado en una larga Coda final donde las escalas que comenzaron la obra parecen transformadas por la armonía, como un encuentro entre dos mundos, percepción que corresponde a las ideas de identidad chilenas hacia 1840. Lo más llamativo es como Alzedo desarrolla ese choque, en dos ocasiones, que es utilizando un crescendo alla Rossini, la figura musical más asociada al célebre compositor italiano y el sonido operático de la época. Se trata de una sección musical que, cada vez que se repite, añade nuevos instrumentos, aumentándose así el volumen de manera sistemática.
¿Por qué Rossini? Alzedo lo señalará claramente en más de una ocasión. Alzedo debió conocer a Rossini, como muchos chilenos, de la mano de Isidora Zegers en la década de 1820. La cantante y salonniere había estudiado tal repertorio en Europa y lo popularizó entre la elite chilena, así como entre los músicos profesionales del país. En la segunda mitad de la década de 1820 Rossini se volvió cada vez más popular, con arias u oberturas apareciendo en programas de concierto, y en 1830 la primera compañía de ópera italiana llegó a Valparaíso, instalando finalmente la pasión por este músico y la ópera escenificada en el país, con las voces de Teresa Schieroni y Domingo Pizzoni (los mismos que llegarían a Lima un año más tarde con igual repertorio).
En su Filosofía Alzedo será muy claro en su pasión por la música de Rossini: “Examinando el curso de la música desde Palestrina, regulador del bárbaro contrapunto gótico, hasta Haydn, y desde éste hasta Rossini, héroe de nuestro siglo, hallaremos una serie de estilos sucesivamente progresivos”. Esto es, para nuestro músico, Rossini es realmente el centro de la historia de la música, y en otra sección del mismo libro llegará aún más lejos:
"El siglo XIX, cuya vigorosa influencia ha fecundado con asombro la mayor parte de las ciencias y las artes […] pudiera apellidarse, el áureo-musical por sus progresos. Jamás se contó un número tan abundante de distinguidos luminares que, siguiendo la brillante huella del astro revolucionario, no obstante girar cada uno dentro la órbita singular de su propio estilo, parece que todos juntos se dejan ver como diversas modificaciones de Rossini; o que éste difunde su espíritu en diferentes transformaciones, embelleciendo las ideas de cada compositor; o que éstos se empeñan en regenerar y eternizar la existencia moral de su primer luminar".