IV. Maestro de Capilla
Es evidente, además, que entre 1841 y 1846 su estatus comienza a ir en ascenso, quizás por los problemas que mantenía Henry Lanza en la capilla y los conflictos permanentes entre músicos y el arzobispo Rafael Valentín Valdivieso. En tal contexto, es imposible pensar que Alzedo fuera solamente una voz cantante en el contexto de estos cambios, aunque cuesta descifrar exactamente cómo fue surgiendo su figura en estos años. La primera noticia clara que tenemos de que Alzedo no solo funcionaba como cantante, es su incorporación junto a González y José Zapiola -violinista y clarinetista en la Catedral, entonces enormemente famoso y popular por su Canción de Yungay- en una comisión para probar y revisar un nuevo órgano pequeño para la Catedral, construido por un señor Hesse en 1842. El informe final, además, está firmado por Alzedo, quien hace un largo análisis del sonido del instrumento.
Además, es muy probable que Alzedo hubiese comenzado a interpretar su propia música en la capilla, o reutilizar obras antiguas para ella, tan dejada de lado por la gestión de Lanza. Existen varias obras que, como su tempranísima Misa en Re mayor, sobreviven con partes originales y una ampliada orquestación “solemne” que debe referir a un periodo posterior, lo que nos lleva a una pregunta clave para esta biografía: ¿Escribió Alzedo música original religiosa entre 1834 y 1846, esto es, mientras trabajaba en la Catedral de Santiago pero antes de ser maestro de capilla de la misma? Esta pregunta me parece muy interesante, pero también más difícil. En una carta, escrita en octubre de 1848, cuando Alzedo ya era maestro de capilla, él envía a sus jefes un listado de las obras que, por su gestión, “adornan el archivo de la Capilla”, y que son “composiciones originales de aquel, cuyo infatigable celo no descansaba, hasta ver la Capilla de su cargo provista de cuanto concierne al buen orden y servicio de esta Iglesia a que honrosamente pertenece". Esto es, obras de Alzedo o copiadas de otros autores por su iniciativa, para este nuevo trabajo. Sin embargo, la enorme lista de obras hace imposible pensar que Alzedo pudiese haber compuesto tanta música entre 1846 y 1848, cuando era su trabajo hacerlo: 8 misas, dos Domine ad Adjuvandum, 7 villancicos, 5 himnos, 1 Cántico de Moisés, 3 Letanías, entre varias otras composiciones importantes (Miserere, Pasión, Sanctus, Credo, Te Deum).
Alzedo, como compositor, era un hombre minucioso, pausado; sus obras mayormente avanzaron lento, como lo demuestra sus notificaciones de avance en su Miserere y las dos Pasiones compuestas justamente entre 1846 y 1848, con vistas el gran espectáculo de Semana Santa (del que hablaré posteriormente). Pensando en el tiempo que le tomó componer cada una de estas obras, es imposible asumir que hubiese compuesto o incluso copiado tanta otra música en el mismo periodo. Por lo mismo, debemos tratar de revisar algunas de estas composiciones y ver, realmente, a qué periodo corresponden: entre sus obras compuestas entre 1836 y 1846 señalaría, por razones de fuentes y estilo, el poderoso Credo que ayuda a completar la Misa en Re mayor (quizás refinado y reorquestado en 1848, según indicación en partitura), el Salve Regina -obra con muchos recursos similares a los de su Miserere y ambas Pasiones-, el In Memoriam y el Domine Adjuvandum.
Para fines de ejemplificar el estilo de estas obras, quedémonos con el Domine ad Adjunvandum, quizás mi pieza favorita entre estas cuatro. Tal como muestra el manuscrito, la obra fue compuesta originalmente para un conjunto más reducido de instrumentos, y luego ampliada con flauta, trompetas, trombón y tambor redoblante (se pueden ver las últimas cuatro pautas con otra tinta distinta abajo). Esto es: la obra fue originalmente escrita para una orquesta más reducida que la que Alzedo podía utilizar ya en 1846-1848, y que tiene más sentido con la que había hacia 1840. En la portada, además, la indicación de "maestro de capilla" está también redactada con una tinta posterior, reforzando esta hipótesis.
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Considerando estos y otros elementos, asumo que hay quien podría pensar que la obra, entonces, podría ser también de sus tiempos como fraile, en Lima, pero aspectos estilísticos hacen imposible esto. El texto original del Domine ad Adjuvandum es especialmente importante dentro de la liturgia monástica, aún hoy utilizado en vísperas: “Dios, ven en mi auxilio”. Es un llamado que la congregación completa realiza a Dios, una invitación a dejar atrás los pecados del día a día, ir más allá de lo mundano, a un espacio físico y mental en que la oración sea efectiva para Dios. Normalmente, por lo mismo, el estilo musical utilizado para este texto es reposado, meditativo, como reflejando ya el estado mental de oración después de entrar a vísperas. Sin embargo, creo que Alzedo, en su larga introducción instrumental para el motete, quiere más bien reflejar justamente aquel caos mundano que antecede la paz interna en la Iglesia. La pieza comienza con estrépito, con sonidos militares y rápidas cascadas de notas en los violines; tres compases de verdadero ruido que son repetidos luego en un oscuro Mi menor, inesperado, y que deja en ambigüedad armónica y estilística lo que pueda ocurrir. Una melodía lírica en el violín solo nos instala derechamente en el terreno de la ópera, claramente imitando un cantante en Bellini o Rossini, y esta asociación con lo operático se acentúa a cada compás. Finalmente, el caos rossiniano (crescendo incluido) disminuye, como perdiéndose en el silencio; unos pocos pizzicatos, y el texto del coro entra firme a poner orden sobre el universo (01:20). En esta obra, por tanto, la ópera no es un recurso neutro, sino que parece decididamente como reflejo de un mundo exterior a la Iglesia y a la oración; una mezcla entre la pasión por escribir en este estilo por parte de Alzedo, y también el utilizarlo de modo consciente para graficar sus ideas sobre el texto y la liturgia.
Aquí, como en muchas otras ocasiones, Alzedo se muestra como el maestro en la situación de letras y conceptos que siempre fue, un músico “erudito”, como dirán sus amigos. Estas ideas se volverán muy importantes para el Alzedo de la década de 1840, especialmente en los años previos a asumir como Maestro de Capilla. Entonces, el conflicto entre Henry Lanza -maestro de capilla y cantante de ópera- y el arzobispo Rafael Valentín Valdivieso, se vuelve especialmente difícil, y el arzobispo genera un rechazo profundo a la inclusión de la ópera en el templo católico. Por lo mismo, la inclusión del estilo rossiniano de aquel modo en el Domine ad Adjuvandum presagia el modo en que Alzedo hará parte de estas mismas ideas en dos artículos para la Revista Católica, órgano oficial de prensa de la Iglesia Católica en Chile, fundada en 1843. Luego de una primera publicación donde describe los orígenes de la música cristiana, Alzedo publica un segundo artículo donde es mucho más directo en sus ideales sobre lo que debe ser o no la relación entre ópera e iglesia:
[La introducción de la música de teatro en el templo, es algo que] no dejaremos de censurar en cuanto esté de nuestra parte. En efecto: ¿Cuál es la música que ordinariamente se oye en nuestros templos, con especialidad en los días de gran solemnidad? Oberturas del teatro, trozos de óperas, amatorias las más veces, contradanzas y otras piezas de baile. Hace pocas semanas que en una iglesia oímos tocar con repetición, durante toda una hora en que estuvo expuesto el Santísimo Sacramento, a músicos paganos, casi toda la ópera de Romeo y Giulieta [...] Todos saben que la música de ópera forma por lo regular una armonía imitativa de la voz humana [...], de tal manera que puede ir unísona con el canto; así es que tocándose solo tal pasaje, tal aria o tal dúo, ya nos parece oír la voz de los actores, ver su figura, sus gestos y ademanes con las demás cosas que se ofrecen sobre las tablas. [...] Cualquier idea devota o piadosa se olvida con facilidad, y los oyentes se distraen a pesar suyo. [Además, los ritmos de bailes inevitablemente hacen a cualquiera] acordarse de la dama con quien danzó la noche anterior. [Sobre la música vocal, mutatis mutandi,] “a tal o cual trozo se le acomoda tal o cual verso aunque sea muy sabido, entonces aparece como cosa nueva y sobresaliente, a favor del ruido y brillantez de la orquesta.
He aquí, en su muy habitual estilo de justificación teórica, el mismo que utilizará más tarde en su Filosofía Elemental de la Música, que Alzedo creará un sustento para las ideas musicales del entonces arzobispo de Santiago. Quizás, la publicación de este artículo, muy en la línea del pensamiento de monseñor Rafael Valentín Valdivieso, fuera una jugada netamente política por parte de Alzedo. Para aquel entonces, en junio de 1846, ya era evidente que Henry Lanza no podría durar mucho más como maestro de capilla. En agosto se decretó que los músicos no debían participar sin autorización en funciones musicales fuera de la capilla -coartando entonces la carrera operática del maestro de capilla-, y el 22 de septiembre el arzobispado emitió el decreto de expulsión, por los “sobrados motivos para destituir sin más trámites al Maestro de Capilla Lanza”. Las puertas, finalmente, se habían abierto para que Alzedo asumiera en el puesto más importante -y uno de los mejor pagados- al que podía optar un músico en la República de Chile. Alzedo, como bien señaló Samuel Claro, desde aquel lugar llevaría a la capilla de música al punto más interesante e importante en su historia, mediante composiciones que, como apuntó Robert Stevenson, fácilmente pueden competir con lo mejor que se estaba escribiendo en música religiosa en Europa en aquellos mismos años.
[La introducción de la música de teatro en el templo, es algo que] no dejaremos de censurar en cuanto esté de nuestra parte. En efecto: ¿Cuál es la música que ordinariamente se oye en nuestros templos, con especialidad en los días de gran solemnidad? Oberturas del teatro, trozos de óperas, amatorias las más veces, contradanzas y otras piezas de baile. Hace pocas semanas que en una iglesia oímos tocar con repetición, durante toda una hora en que estuvo expuesto el Santísimo Sacramento, a músicos paganos, casi toda la ópera de Romeo y Giulieta [...] Todos saben que la música de ópera forma por lo regular una armonía imitativa de la voz humana [...], de tal manera que puede ir unísona con el canto; así es que tocándose solo tal pasaje, tal aria o tal dúo, ya nos parece oír la voz de los actores, ver su figura, sus gestos y ademanes con las demás cosas que se ofrecen sobre las tablas. [...] Cualquier idea devota o piadosa se olvida con facilidad, y los oyentes se distraen a pesar suyo. [Además, los ritmos de bailes inevitablemente hacen a cualquiera] acordarse de la dama con quien danzó la noche anterior. [Sobre la música vocal, mutatis mutandi,] “a tal o cual trozo se le acomoda tal o cual verso aunque sea muy sabido, entonces aparece como cosa nueva y sobresaliente, a favor del ruido y brillantez de la orquesta.
He aquí, en su muy habitual estilo de justificación teórica, el mismo que utilizará más tarde en su Filosofía Elemental de la Música, que Alzedo creará un sustento para las ideas musicales del entonces arzobispo de Santiago. Quizás, la publicación de este artículo, muy en la línea del pensamiento de monseñor Rafael Valentín Valdivieso, fuera una jugada netamente política por parte de Alzedo. Para aquel entonces, en junio de 1846, ya era evidente que Henry Lanza no podría durar mucho más como maestro de capilla. En agosto se decretó que los músicos no debían participar sin autorización en funciones musicales fuera de la capilla -coartando entonces la carrera operática del maestro de capilla-, y el 22 de septiembre el arzobispado emitió el decreto de expulsión, por los “sobrados motivos para destituir sin más trámites al Maestro de Capilla Lanza”. Las puertas, finalmente, se habían abierto para que Alzedo asumiera en el puesto más importante -y uno de los mejor pagados- al que podía optar un músico en la República de Chile. Alzedo, como bien señaló Samuel Claro, desde aquel lugar llevaría a la capilla de música al punto más interesante e importante en su historia, mediante composiciones que, como apuntó Robert Stevenson, fácilmente pueden competir con lo mejor que se estaba escribiendo en música religiosa en Europa en aquellos mismos años.
La llegada de Alzedo al puesto de maestro de capilla, sin embargo, no fue ni tan directa ni tan simple. Más bien, los primeros años en su oficio estuvieron plagados de dificultades, y de sus propios y constantes esfuerzos por demostrar la importancia de su rol como compositor y su habilidad como organizador. Las razones para estas dificultades son muchas, y las explicaré detalladamente, pero pueden rastrearse todas a un punto de origen común: el deseo, por parte de monseñor Rafel Valentín Valdivieso, de reducir el contingente y el presupuesto de la capilla de música, considerada anticuada, conflictiva y excesivamente cara de mantener. Administrador nato, Rafael Valentín Valdivieso tenía que hacerles el peso a los nuevos cambios presupuestarios: hacia 1848, la Iglesia recibía solo un 3,7% del presupuesto nacional, muchísimo menos que lo percibido en tiempos coloniales, y en un periodo de franco crecimiento para el país.
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Valdivieso, en vista de las complicaciones presupuestarias, no dudó desterrar de la Iglesia Metropolitana la música de orquesta conservada allí por "una larga costumbre”, en sus palabras. Concibió un plan efectivo para reducir el enorme presupuesto de la capilla de música: eliminar a los instrumentistas y reemplazarlos por un gran órgano de tubos que pudiera hacer las veces de orquesta, como era frecuente ver en Italia, España o Francia, pero bastante raro en la América meridional. Sobre este proyecto, y la compra de este órgano, me he extendido bastante ya en un libro titulado El Gran Órgano de la Catedral de Santiago de Chile, pero valga apuntar los detalles básicos. En 1847 se recibió y aceptó un presupuesto realizado por la casa de organería de Benjamin Flight e Hijo, en Londres, Inglaterra, el cual podría estar instalado en la Catedral de Santiago en 1850. Con la llegada del órgano, y de un organista especialista, podría reducirse la capilla (en teoría) a solo un instrumentista y coro de voces, y por tanto los días estaban contados para la orquesta y su maestro de capilla. Alzedo, entre 1846 y 1850, tendría que demostrar que su puesto era efectivamente relevante, o verse reducido de regreso a la voz de bajo, o ya simplemente despedido. Debe recordarse, por cierto, que en 1848 Alzedo estaría cumpliendo sesenta años, una edad de frecuente retiro en aquel entonces, y sin duda ya no una edad para servir como cantante.
Más aún, Alzedo no fue la primera opción como candidato a la maestría de capilla. Ni siquiera fue el segundo. Casimiro Albano, chantre de la Catedral, ofreció en primer lugar el puesto a Rafael González, músico de familia vinculada a la institución y que tenía cierta relevancia también como cantante; sin embargo, González rechazó la oferta por las “muchas ocupaciones [que] no me permitirían desempeñar cual conviene dicho cargo”. En segundo lugar se consultó a Manuel de Salas, músico que llevaba muchísimo más tiempo en la capilla que Alzedo, y que había servido como maestro de capilla algunos años antes de Lanza. Salas, sin embargo, había quedado herido con la contratación del italiano, “por un espíritu de novedad” y “sin reconocerse mis méritos y servicios de tantos años, y sin acordarme el retiro que me correspondía”. El tercer candidato fue Lorenzo Betolaza, músico que, como Alzedo, había también tomado el rol temporal de maestro director de la capilla debido a las faltas de Lanza; pero Betolaza, siendo organista, era mucho más difícil de reemplazar. Por lo mismo, se decide buscar una posibilidad “interina” de maestro de capilla que mantuviera a Betolaza en su puesto, y no generara conflictos, para servir hasta la llegada del órgano en 1850 y el despido general de los músicos.
El 10 de noviembre el chantre informa que contactó al “profesor Dn J. Bernardo Alzedo [...] para que se haga cargo de la Capilla de canto y música interinamente, i tengo la satisfacción de anunciar a SS que se a prestado gustosamente a llenar este servicio”. Alzedo es contratado con un sueldo de 600 pesos anuales, que subirá rápidamente en años posteriores por una positiva valoración de su trabajo por parte del arzobispo. Sus deberes eran dirigir la orquesta, conservar el archivo (aumentando y cuidando las obras), cuidar el orden en la liturgia, enseñar a los seises, los seis niños cantores. Alzedo, en sus múltiples cartas al cabildo catedralicio, señaló los muchos problemas que conocía de primera mano, y también cómo los fue resolviendo uno tras otro, desde el comportamiento, pasando por sueldos desiguales, poca enseñanza y técnica, vestuarios poco adecuados, etc. Tuvo que combatir con Lanza para que devolviera el archivo antiguo (que se había llevado a su casa), así como con músicos vinculados al mundo de la ópera que se oponían directamente a que Alzedo tomara este rol.
Más aún, Alzedo no fue la primera opción como candidato a la maestría de capilla. Ni siquiera fue el segundo. Casimiro Albano, chantre de la Catedral, ofreció en primer lugar el puesto a Rafael González, músico de familia vinculada a la institución y que tenía cierta relevancia también como cantante; sin embargo, González rechazó la oferta por las “muchas ocupaciones [que] no me permitirían desempeñar cual conviene dicho cargo”. En segundo lugar se consultó a Manuel de Salas, músico que llevaba muchísimo más tiempo en la capilla que Alzedo, y que había servido como maestro de capilla algunos años antes de Lanza. Salas, sin embargo, había quedado herido con la contratación del italiano, “por un espíritu de novedad” y “sin reconocerse mis méritos y servicios de tantos años, y sin acordarme el retiro que me correspondía”. El tercer candidato fue Lorenzo Betolaza, músico que, como Alzedo, había también tomado el rol temporal de maestro director de la capilla debido a las faltas de Lanza; pero Betolaza, siendo organista, era mucho más difícil de reemplazar. Por lo mismo, se decide buscar una posibilidad “interina” de maestro de capilla que mantuviera a Betolaza en su puesto, y no generara conflictos, para servir hasta la llegada del órgano en 1850 y el despido general de los músicos.
El 10 de noviembre el chantre informa que contactó al “profesor Dn J. Bernardo Alzedo [...] para que se haga cargo de la Capilla de canto y música interinamente, i tengo la satisfacción de anunciar a SS que se a prestado gustosamente a llenar este servicio”. Alzedo es contratado con un sueldo de 600 pesos anuales, que subirá rápidamente en años posteriores por una positiva valoración de su trabajo por parte del arzobispo. Sus deberes eran dirigir la orquesta, conservar el archivo (aumentando y cuidando las obras), cuidar el orden en la liturgia, enseñar a los seises, los seis niños cantores. Alzedo, en sus múltiples cartas al cabildo catedralicio, señaló los muchos problemas que conocía de primera mano, y también cómo los fue resolviendo uno tras otro, desde el comportamiento, pasando por sueldos desiguales, poca enseñanza y técnica, vestuarios poco adecuados, etc. Tuvo que combatir con Lanza para que devolviera el archivo antiguo (que se había llevado a su casa), así como con músicos vinculados al mundo de la ópera que se oponían directamente a que Alzedo tomara este rol.
Alzedo tuvo su primera función importante como maestro de capilla para la Semana Santa de 1847, componiendo obras nuevas (un Miserere y una primera pasión), contratando cantantes profesionales para roles solistas, y mejorando la presentación física de su conjunto. La música de Alzedo fue celebrada por la prensa, que comentó de las ceremonias de semana santa de aquel año 1847 como "de las más brillantes en nuestra catedral, y hemos visto con placer, que el mérito de nuestro maestro de capilla no es ya un problema, como se ha querido suponer". Su talento, según la prensa, descolló especialmente en la nueva música compuesta, como se señala en el periódico El Progreso un poco más adelante:
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Mucho pudiera decirse sobre la misa del jueves santo; pero lo que más conmovió nuestra ternura fue la pasión del viernes, en los solos de los señores Marti i Zambaiti; el primero lleno de la gravedad que inspiraban las palabras del que a pesar de no encontrar culpable a Jesús lo entregó al suplicio de la cruz, y el segundo con su voz tierna y melodiosa nos mostró cuán grande era su caudal de luces en el arte filarmónico. La orquesta nos hizo ver que los elementos de que constaba eran todos del primer orden: la ejecución instrumental, así como la del canto debió haber llenado de gusto al autor de esta preciosa música. |
Ambas obras escritas para la ocasión han sobrevivido, y vale la pena poder observarlas con mayor detención. El Miserere, con el pasar de los años, se iría convirtiendo en la más preciada y celebrada de las composiciones sacras de Alzedo, una pequeña obra maestra de intensidad emocional y espectacularidad lírica, que logra aterrizar el famoso texto con profundidad inusitada. La obra está compuesta para un marco bastante similar al que Alzedo consideraba su “ideal”, según una carta sobre la plantilla orquestal que él esperaba poder utilizar. Violines, viola, dos clarinetes, flauta, trompeta a pistones (“corneta-pistón” es el término que usa), dos cornos (o “trompas”), dos fagotes, trombón, redoblante (caja militar), tan-tan (o gran bombo militar), violonchelo y contrabajos (más contrabajos que violonchelos, al estilo rossiniano). Este esquema, incluyendo los instrumentos militares, es frecuente en estos años y solo cambia hacia 1852, en que hay una preferencia por reemplazar el redoblante por un timbal.
El Miserere, reconocida ya entonces como una de las obras más importantes de Alzedo (Zapiola, en particular, la celebra muchísimo), aunque es evidente que toma muchas influencias de artistas a quienes el compositor admiraba especialmente. Rossini es una presencia constante (que, como veremos, le llevó a unas injustificadas acusaciones de plagio dos décadas más tarde). Especialmente notorio es el lirismo del compositor italiano en el octavo movimiento de la obra, el dramático solo para bajo “Liberame” (15:25). Mozart, por su parte, aparece como referencia en otras secciones más sentidas, como es el “Quoniam” (18:06) que en forma evidente toma algunas ideas armónicas y melódicas del “Lacrymosa” del Requiem del maestro austriaco.
El Miserere, reconocida ya entonces como una de las obras más importantes de Alzedo (Zapiola, en particular, la celebra muchísimo), aunque es evidente que toma muchas influencias de artistas a quienes el compositor admiraba especialmente. Rossini es una presencia constante (que, como veremos, le llevó a unas injustificadas acusaciones de plagio dos décadas más tarde). Especialmente notorio es el lirismo del compositor italiano en el octavo movimiento de la obra, el dramático solo para bajo “Liberame” (15:25). Mozart, por su parte, aparece como referencia en otras secciones más sentidas, como es el “Quoniam” (18:06) que en forma evidente toma algunas ideas armónicas y melódicas del “Lacrymosa” del Requiem del maestro austriaco.
Pero Alzedo mismo es la voz que más atraviesa el Miserere completo: nótese como cierra cada sección en dominante, para conectar mejor con los versos pares en canto llano, o como alterna sensaciones de dramatismo y un cierto gusto por lo sublime, como en el magnífico “Tibi soli” (06:10). Personalmente, creo que Alzedo pocas veces llegó a la altura de algunos de estos movimientos, desde el oscuro “Miserere” inicial, hasta el fastuoso “Tunc impotent” (22:40) que contrasta una breve sección cromático contra una larga explosión orquestal y coral sobre un pedal en el verso “Super altare tuum vitulos”, un final digno de las mejores obras sacras de la época.
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La Pasión del Viernes es igualmente bella, e igualmente estructurada en torno a 11 números. Sin embargo, la Pasión está mucho más sujeta a la liturgia que el Miserere, haciendo difícil interpretarla hoy fuera de contexto. Las secciones corales y orquestales están ahí meramente para recalcar brevísimas explosiones del “pueblo” cantante, como en el “Tu es Rex” o “Jesum Nazarenum”. Donde Alzedo se luce, por tanto, es en los versos solistas y en la introducción coral, “Passio”. Uno de los versos más bellos es el “Ego nullam invenio” escrito para bajo (Pilatos), corno y cuerdas, y que es probablemente el verso comentado por los periodistas más arriba en la crítica a la “función”. El bajo, de hecho, es el que hereda la mayoría de las mejores secciones de la obra, incluyendo el “mihi non loqueris” que cierra la composición completa, ahora en dueto con los clarinetes. Cada una de estas piezas, brevísimas en extensión, muestran a Alzedo como maestro de una técnica particular que ya se ha mencionado antes: su capacidad para describir las emociones a partir de un texto religioso.
La otra ocasión de lucimiento de Alzedo en este primer año son las festividades de Fiestas Patrias, en que no solo la alta sociedad y jerarquía eclesiásticas aparecerían en la Catedral, sino que también los integrantes del gobierno. En una carta de agosto de 1847, Alzedo comenta como “he recargado mis tareas sin perdonar aún las horas de la noche desde el primer día del pasado Julio” en vista de la próxima celebración de la Independencia. Sigue: “el lucimiento de esta festividad no se hará con cantos que cambiando únicamente las palabras sean escenas enteras de óperas conocidas, con que a la vez en los años precedentes se ha prostituido al Santuagio i corrompido el decoro de los cantos sagrados, sino con producciones orijinales nacidas de los pobres talentos del director de la Capilla [… Por esto,] he compuesto el Cántico primero de Moisés Cantemus Domino Gloriose con el que a imitación de Israel glorifiquemos al Señor en el día que se hace memoria de la plantación de nuestra libertad política”. Esta obra es una de mis favoritas entre todas las que compuso Alzedo. Es difícil decir dónde exactamente radica lo atractivo de la misma, además de la brillante utilización de este texto para un fin patriótico-político. Ya la introducción instala el espíritu militar, con un contraste dinámico entre las cuerdas y los vientos, entre fanfarrias rápidas y anuncios comedidos.
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El bajo lleva un pulso constante sobre el Mi bemol que prácticamente no se mueve durante la totalidad de la introducción, generando impulso y ansiedad por la entrada del coro; pero lo genial está en como Alzedo introduce el coro mismo después de una serie casi infinitas de Si bemol repetidos. Las voces entran a tutti con el acorde no en su posición fundamental-inicial (con la que habitualmente se daría entrada a un coro), sino que suspendido como en el aire, como si la música ya hubiese comenzado antes, en un acorde de La bemol mayor sobre un bajo de Mi bemol. El auditor se siente engañado, y antes que declamar una llegada, aumenta la tensión de la obra, cosa que cada llegada a la tónica (el Mi bemol esperado) sea realmente una catarsis.
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Buena parte de la obra de Alzedo en este periodo, especialmente en obras para órgano y voces (ya sea en reducción u escritas originalmente para este formato), son de un estilo y duración similar al Cantemus Domino: obras entre 5 y 10 minutos, principalmente corales, pensadas para el uso cotidiano en la catedral, y donde Alzedo se luce casi caleidoscópicamente en la variedad de estilos e ideas. Y aún así, se puede trazar cierta cohesión para toda esta música: principalmente, el estilo marcial predomina, entremezclado con matices de ópera, y donde el texto está siempre comentado de manera cercana por la música que le rodea. A este estilo le he llamado "republicano", pues creo que justamente viene a representar aquello: una república católica que se define, en buena parte, por los rituales republicanos que ocurren dentro del templo, y donde Alzedo cumple un rol clave en dar sonido y legitimidad a aquella estructura político-religiosa. Es una actualización del maestro de capilla colonial para tiempos de independencia. Así se puede oír, por ejemplo, en su motete para la Entrada del Presidente, o el intenso Victimae Paschalis, dedicado a Rafael Valentín Valdivieso y que logra articular de manera genial la autoridad del arzobispo con la nación chilena (especialmente en el uso de veladas citas del Himno Nacional chileno dentro de la música).
En los casi veinte años en este rol, Alzedo irá puliendo su oficio de compositor, llegando a grandes obras que pueden considerarse entre sus más acabadas y originales. Personalmente, creo que es el Trisagio Solemne la obra más importante que escribió en los años entre el Miserere y la larga Misa en Fa mayor que comenzará a escribir entre sus últimos años en Chile y su regreso a Lima. Muchas de las exploraciones que he discutido anteriormente se encuentran aquí con aún mayor desarrollo, vitalidad y originalidad permanente. La composición sobrevive en distintas copias, y tanto aquella en la Biblioteca Nacional del Perú como en la Recoleta Domínica de Santiago se encuentran empastadas y copiadas cuidadosamente, como si tuvieran un valor particular para quien las conservó, sea el compositor o alguien más.
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Es una obra que, irreverentemente alegre, no tiene el pathos del Miserere, pero es entre ambas en el Trisagio donde, en mi opinión, Alzedo brilla más como autor original y, a ratos, genial. Tal como en el Cantemus Domino, Alzedo introduce al coro casi irresponsablemente en el momento menos pensado (01:03 - “Si ya del Sol”), como si la orquesta no hubiese alcanzado a terminar la introducción instrumental. La frase “y a ti mi buen redentor, oblaciones sin igual” es orquestada para coro solo, a cappella (03:40) y contrastada por una larga coda donde Alzedo orquesta en forma brillante el espíritu de permanente alabanza de toda la obra. Los versos solistas son todos de gran interés, pero quizás el momento más emotivo de la pieza sea la última sección coral, en que Alzedo introduce el texto “Amad, pues hombres amad” (19:25) desde las voces del coro como una gran exhortación al amor. No hay aquí un amor dado por sentado, sino que pareciera que es Alzedo mismo el que nos convoca a un amor que muchas veces es difícil, como una reclamación de paz y amor en tiempos de guerra, con una fuerza inusitada y personal incluso para el estándar del resto de su obra litúrgica.
Estos años, de maestro de capilla, estarán también absorbidos por otras actividades importantes, en particular su rol como profesor de música y canto llano en el Seminario Pontificio Mayor (entonces llamado Seminario Conciliar), actividad que estudió con mayor profundidad Denise Sargent. Sabemos que Alzedo le dio mucha importancia a su trabajo en el Seminario Pontificio, no solo por que significaba un ingreso extra, sino que además consideraba con frecuencia (y así lo hizo ver) que el nivel del aprendizaje del canto llano era muy pobre, y que con su entrenamiento podía efectivamente subir el nivel. Además, compuso o arreglo diversas obras pequeñas para los seminaristas, a quienes se las dedicó.
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Por lo mismo, probablemente, para Alzedo fue muy doloroso un conjunto de cartas enviadas a la Revista Católica en 1855, por un grupo anónimo de seminaristas, acusándole de utilizar un estilo muy teatral y operático, cartas que Alzedo refutó con mucha fuerza y un acabado conocimiento técnico, y que debieron influir en forma directa en el primer capítulo de su Filosofía Elemental de la Música, donde debate, justamente, el problema del estilo y el lugar propio para cada estilo.
Desde sus artículos en 1846 Alzedo había tenido un rol significativo en la prensa, cabe decir, no solo la aparición constante de artículos como los anteriormente mencionados, sino que también por su participación en la creación del Semanario Musical, la primera revista chilena dedicada a la música, y donde nuestro compositor cumplió un rol importante. Si bien la revista, promovida por su amiga, cantante y compositora, Isidora Zegers, no indica con claridad qué artículo corresponde a quién (entre ellos la misma Zegers y su familia, o José Zapiola), podemos entrever la mano de Alzedo en algunos de los artículos más técnicos sobre teoría musical, y probablemente también en todos aquellos textos referidos a música sacra. Es muy probable que su paso por esta revista, nacida al alero del recientemente creado Conservatorio Nacional, fuera fundamental para su deseo de volver a Perú a promover la vida musical y cultural de su nación, que no contaba entonces ni con imprenta musical, ni conservatorio ni una revista similar.
Finalmente, si hay un aspecto clave que debe ser mencionado, antes de cerrar este capítulo, es su sorpresivo matrimonio, en 1857. Alzedo llevaba hace mucho tiempo una relación con Juana Rojas, de Santiago, pero no había podido concretarla por su profesión religiosa. Solicitó, con bastante tiempo, la anulación de dicha profesión, recibiendo una respuesta que debió haberle afectado hasta lo más profundo: la respuesta oficial del Vaticano fue que Alzedo tenía total libertad de casarse, puesto que por ser persona de color, su profesión religiosa no fue realmente válida nunca. El 27 de febrero de 1857, autorizado por Valdivieso, y comprobada la nulidad de su profesión poco más de un año antes, Alzedo contrajo matrimonio con Juana Rojas Cea en la Parroquia de San Lázaro de Santiago de Chile, teniendo como padrinos a José Vicente Barrios (peruano) y su esposa Josefa Romero de Barrios, así como testigos a José Vicente Sotomayor y Cayetano Villete. La velación, el 10 de septiembre del mismo año, fue acompañada por José y Pabla Infante. Nuestro compositor, sin saberlo, había vivido engañado de su estatus por décadas, prácticamente una vida entera, pero finalmente logró concretar una relación que, por décadas, fue la más significativa de su vida personal, ya sea en Chile o Perú.
Desde sus artículos en 1846 Alzedo había tenido un rol significativo en la prensa, cabe decir, no solo la aparición constante de artículos como los anteriormente mencionados, sino que también por su participación en la creación del Semanario Musical, la primera revista chilena dedicada a la música, y donde nuestro compositor cumplió un rol importante. Si bien la revista, promovida por su amiga, cantante y compositora, Isidora Zegers, no indica con claridad qué artículo corresponde a quién (entre ellos la misma Zegers y su familia, o José Zapiola), podemos entrever la mano de Alzedo en algunos de los artículos más técnicos sobre teoría musical, y probablemente también en todos aquellos textos referidos a música sacra. Es muy probable que su paso por esta revista, nacida al alero del recientemente creado Conservatorio Nacional, fuera fundamental para su deseo de volver a Perú a promover la vida musical y cultural de su nación, que no contaba entonces ni con imprenta musical, ni conservatorio ni una revista similar.
Finalmente, si hay un aspecto clave que debe ser mencionado, antes de cerrar este capítulo, es su sorpresivo matrimonio, en 1857. Alzedo llevaba hace mucho tiempo una relación con Juana Rojas, de Santiago, pero no había podido concretarla por su profesión religiosa. Solicitó, con bastante tiempo, la anulación de dicha profesión, recibiendo una respuesta que debió haberle afectado hasta lo más profundo: la respuesta oficial del Vaticano fue que Alzedo tenía total libertad de casarse, puesto que por ser persona de color, su profesión religiosa no fue realmente válida nunca. El 27 de febrero de 1857, autorizado por Valdivieso, y comprobada la nulidad de su profesión poco más de un año antes, Alzedo contrajo matrimonio con Juana Rojas Cea en la Parroquia de San Lázaro de Santiago de Chile, teniendo como padrinos a José Vicente Barrios (peruano) y su esposa Josefa Romero de Barrios, así como testigos a José Vicente Sotomayor y Cayetano Villete. La velación, el 10 de septiembre del mismo año, fue acompañada por José y Pabla Infante. Nuestro compositor, sin saberlo, había vivido engañado de su estatus por décadas, prácticamente una vida entera, pero finalmente logró concretar una relación que, por décadas, fue la más significativa de su vida personal, ya sea en Chile o Perú.